Raza e inteligencia. The Bell Curve
 Raza e inteligencia. The Bell Curve
 
	Raza e inteligencia. The Bell Curve
 
Según la wikipedia:
The Bell Curve es un libro publicado en 1994 por los profesores angloamericanos 
Richard J. Herrnstein and Charles Murray. Analizan la importancia de la 
inteligencia en la vida americana. El libro es famoso por el debate que planteó 
acerca de la relación entre raza e inteligencia en los capítulos 13 y 14.
 
|  | 
 | 
En primer lugar establecen que la inteligencia es unitaria (recibiendo el nombre 
de factor "G"), que es posible medir por medio de pruebas estandarizadas. Esta 
inteligencia es hereditaria en un 40% a 80%. A través de recopilación de datos, 
lograron establecer una alta correlación entre el Cociente Intelectual y el 
nivel socioeconómico de los estadounidenses, de manera que sujetos con un alto 
CI, tienden a lograr grados más altos de escolaridad, mejores empleos, y tienen 
menos riesgo de caer en conductas delictivas.
		
		Por lo que argumentan que las 
personas más inteligentes tienden a ascender más rápidamente en la escala 
social, independiente de su nivel socioeconómico. Todo esto lleva a que la 
sociedad, gracias a la democratización de la educación, se estratifique según 
las habilidades cognitivas de los sujetos, a diferencia de lo que pasaba décadas 
antes, en las que se accedía a una clase social más alta gracias a los 
apellidos, la religión o la casta, independientemente de la habilidad cognitiva 
de los sujetos.
Uno de los puntos más polémicos que tocan los autores son las diferencias de CI 
observadas en distintos grupos étnicos, sobre todo los de raza negra, que fueron 
notablemente inferiores, entre 15 y 18 puntos, por lo que fueron ampliamente 
criticados por fomentar el racismo y la discriminación.
Este libro es ampliamente criticado por Stephen Jay Gould en 1997, en su libro 
"La Falsa medida del hombre".
Texto:
http://www.revistadelibros.com/articulos/cociente-intelectual-o-emocionalla-inteligencia-a-debate
Hace tres años volvió a saltar a los medios de comunicación estadounidense el 
viejo y recurrente debate sobre la herencia y el ambiente en la explicación de 
la inteligencia humana. El detonante fue la publicación del voluminoso libro The 
Bell Curve de Richard Herrnstein y Charles Murray que replantea, con datos 
nuevos pero con argumentos similares, las mismas tesis de carácter hereditario 
que ya habían sido defendidas, entre otros, por Arthur Jensen y el propio 
Herrnstein, y que habían desencadenado, a principios de los años setenta, una 
polémica tremendamente agresiva y rodeada de una inusual publicidad. (1)
Los 
estudios de su posible base hereditaria, se enmarcan dentro de la llamada 
concepción clásica o psicométrica de la inteligencia. La tesis básica de esta 
corriente acepta, más o menos tácitamente, que la inteligencia es el resultado 
de un conjunto de capacidades susceptibles de ser medidas por los test de 
inteligencia y que se pueden cuantificar mediante el llamado cociente 
intelectual o CI. Aunque el número de capacidades en las que se puede subdividir 
la inteligencia es grande –hasta 150–, se admite que existe una correlación 
positiva entre todas ellas, de tal forma que puede hablarse de una capacidad 
general, o factor g, que estaría bastante bien medida por los actuales test. Se 
han planteado múltiples objeciones a los test de inteligencia. 
En primer lugar, 
porque no sabemos exactamente lo que miden y, en segundo lugar, porque el margen 
de error con el que se mide es desconocido y puede ser elevado, especialmente 
cuando se aplica a individuos con distinto grado de formación, pertenecientes a 
culturas distintas o que no muestran una actitud positiva hacia la prueba. No 
obstante, se admite que los resultados del test correlacionan positivamente con 
el éxito escolar, aunque esta correlación se va difuminando a medida que pasa el 
tiempo: de un 65% con las notas obtenidas en la enseñanza primaria a un 35% con 
las obtenidas en el segundo ciclo de la enseñanza universitaria. 
La correlación 
con el denominado éxito social también es positiva, aunque bastante baja, del 
orden del 20%. Cualquier característica observable –fenotípica– de un individuo 
tiene, en un sentido trivial, una base genética puesto que sin los genes no 
habría organismos y no podríamos hablar de tal o cual característica del mismo. 
En el caso concreto de la inteligencia, se han descrito más de un centenar de 
anomalías genéticas y cromosómicas entre cuyas consecuencias secundarias se 
cuenta un cierto retraso mental, lo que indica una dependencia innegable entre 
la inteligencia y el genoma de los individuos. Por otra parte, cualquier 
característica fenotípica es fruto del desarrollo de un determinado genotipo 
individual en un determinado ambiente. 
Por ello, carece de sentido preguntar: si 
un niño tiene un CI de 130 ¿cuántos puntos se deben a los genes y cuántos al 
ambiente? Lo que puede conocerse es en qué medida las diferencias en CI entre 
los individuos de una población son debidas a diferencias en los genotipos de 
estos individuos o son debidas a diferencias ambientales. Este es el objetivo 
fundamental en las investigaciones de la herencia del CI: la partición de la 
variabilidad fenotípica observada en una población en fracciones atribuibles 
separadamente a causas genéticas y ambientales. 
La fracción de la variación 
observable que es atribuible a causas genéticas es lo que se denomina heredabilidad. Es importante tener claro que la estima de la heredabilidad de un 
carácter se refiere siempre a una población y a unas condiciones ambientales 
concretas y, por tanto, su valor no es extrapolable a otra población o, incluso, 
a la misma si se hubiese desarrollado en condiciones ambientales distintas. Los 
diferentes métodos que permiten estimar la heredabilidad se basan en una 
propiedad intrínseca de la herencia biológica, esto es, que el grado de parecido 
entre parientes debe aumentar a medida que el parentesco sea más próximo. 
Así, 
si un carácter es heredable, los gemelos deben parecerse entre sí más que los 
hermanos, éstos más que los hermanastros y estos últimos más que los primos. Sin 
embargo, la semejanza que observamos entre parientes no obedece sólo a causas 
genéticas sino que también puede deberse a la similitud entre los ambientes en 
los que viven los individuos emparentados. Esto genera graves dificultades a la 
hora de estimar la heredabilidad, ya que la relación del CI de un individuo con 
el de sus padres o hermanos puede deberse a dos herencias difíciles de separar: 
la cultural y la biológica. Este problema puede, en parte, atenuarse si evitamos 
el parecido ambiental de los parientes, esto es, si utilizamos datos de 
adopciones. 
La idea es comparar el CI de individuos adoptados con el de sus 
padres biológicos y el de sus padres y hermanos adoptivos. Sin embargo, estos 
estudios no están exentos de dificultades, ya que su validez requeriría que las 
adopciones tuvieran lugar de forma aleatoria, tanto respecto a los hogares de 
adopción como a las personas adoptadas, y existe evidencia de que éste no es el 
caso. Dificultades a las que habría que añadir, si queremos hacer una estima 
rigurosa de la heredabilidad, la necesidad de que no exista interacción entre 
genotipo y ambiente, es decir, de que el valor de un genotipo no dependa del 
ambiente concreto en el que se desarrolle. Nada tiene de particular que, en 
estas circunstancias, las estimas obtenidas de la heredabilidad del CI oscilen 
en un amplio margen –entre 0 y 80%– y que muchos apuesten por valores altos o 
bajos, según defiendan la creencia en la prepotencia de la herencia o en la del 
medio. Pasemos por alto la imposibilidad de estimar de forma científicamente 
rigurosa la heredabilidad del CI y preguntémonos de qué nos serviría conocer su 
valor. En los debates naturaleza versus educación la presencia de repercusiones 
sociopolíticas de marcado carácter ideológico es lo que genera polémicas. 
Esto 
es particularmente acusado en el caso de la inteligencia que se percibe 
socialmente como un bien en sí misma y, al menos en la tradición anglosajona, 
directamente ligada al éxito de razas, de pueblos y de individuos. La idea de 
que las diferencias encontradas en el CI de las personas tiene una fuerte base 
genética –alta heredabilidad– ha servido para sugerir o defender los siguientes 
tipos de ideas y propuestas. La primera de ellas hace referencia a la diferencia 
de 15 puntos de CI, favorable a los blancos, observada entre la población blanca 
y negra de EEUU. Los autores de The Bell Curve argumentan que si la 
heredabilidad es del 60% en la población blanca, es probable que una parte de 
esta diferencia sea genética. Esta argumentación es claramente falaz, ya que la 
heredabilidad es un concepto que se refiere a diferencias dentro de una 
población –en este caso dentro de la población blanca que es la única estudiada– 
y no permite extrapolar a diferencias en medias entre poblaciones. 
Es más, no 
sólo no podemos inferir cuántos de estos 15 puntos corresponden a los genes, 
sino que ni siquiera podemos afirmar que sea a favor de los blancos. Pudiera 
ocurrir que los negros fueran genéticamente superiores a los blancos en 5 puntos 
y ambientalmente inferiores en 20 puntos. Lo erróneo de dicha argumentación, 
junto con el malestar social que genera este tipo de afirmaciones, hace que 
muchos críticos hayan tachado de irresponsables a los autores del libro. 
Mientras en EEUU la polémica del CI ha estado muy ligada a las diferencias 
raciales, en Europa –especialmente en Gran Bretaña– ha estado más conectada con 
la supuesta valía innata de las distintas clases sociales. En este sentido, 
aceptar un valor alto de heredabilidad ha servido para justificar la utilización 
de test de inteligencia para seleccionar a los alumnos que iban a gozar de 
oportunidades educativas diferenciales, de forma que no se malgasten recursos en 
niños de bajo CI que no pueden dar el rendimiento apetecido. 
De nuevo la 
argumentación es endeble. Una heredabilidad alta no implica que el CI no pueda 
alterarse por medio de la manipulación ambiental y esta posibilidad es realmente 
el aspecto más relevante desde el punto de vista social y educativo. Herrnstein 
y Murray, de hecho, conocen y nos informan sobre el denominado efecto Flynn: el 
CI aumenta en todos los países del mundo tres puntos cada diez años y, en 
ciertos países como, por ejemplo, Holanda, el CI medio ha aumentado 21 puntos 
entre 1952 y 1982, sin que hasta ahora nadie haya propuesto una explicación 
satisfactoria que, obviamente, no puede ser de tipo genético. Por último, la 
creencia en una alta heredabilidad ha servido desde los tiempos de Francis 
Galton en el siglo pasado, para defender un movimiento eugenésico en busca de la 
mejora genética de la especie. Dejando a un lado la valoración ética del mismo, 
un plan eugenésico mediante el que se esterilizase a todas aquellas personas 
cuyo CI fuese inferior a la media supondría, aun admitiendo que la heredabilidad 
del CI fuese de un 50%, un incremento de la media de tan sólo cuatro puntos por 
generación, lo cual es muy poca cosa en comparación con lo que puede obtenerse 
valiéndose de métodos educativos apropiados. 
En definitiva, las páginas de The 
Bell Curve constituyen una formulación de teorías ya conocidas en defensa de la 
naturaleza hereditaria de la inteligencia. ¿Por qué entonces reabrir el debate? 
Algunas de las afirmaciones del libro permiten pensar que estamos, sobre todo, 
ante un ataque dirigido hacia determinadas políticas educativas y sociales de 
marcado signo socialdemócrata. La concepción psicométrica en la que se encuadra 
el trabajo de Herrnstein y Murray no es la única que existe en el debate sobre 
la inteligencia. El concepto de inteligencia es variado y está ligado a la 
escuela psicológica desde la que se aborde su estudio. Aun a riesgo de 
simplificar en exceso, podemos distinguir otras dos grandes concepciones a la 
hora de definir la inteligencia: la cognitiva y la radical. 
Para las tesis 
cognitivas lo importante no es la estructura de la capacidad intelectual, sino 
el proceso que tiene lugar cuando uno se comporta inteligentemente. Robert J. 
Stemberg (2), uno de los más ilustres representantes de esta corriente, aunque 
acepta la idea de una capacidad general, análoga al factor g, niega la 
posibilidad de que los test puedan captar el funcionamiento de la inteligencia 
en el mundo real. 
La inteligencia se contempla como una combinación de procesos 
cognitivos que permiten al individuo adaptarse al ambiente concreto en el que 
está inmerso. La tercera corriente, que se ha dado en llamar radical, parte del 
supuesto de que las cualidades humanas son demasiado complejas, diversas, 
variables, dependientes del contexto cultural y, sobre todo, subjetivas, como 
para que puedan ser medidas con la respuesta a un grupo de preguntas. De acuerdo 
con su principal defensor, el psicólogo Howard Gardner (3), se niega la existencia 
de una capacidad general tipo g y se prefiere hablar de inteligencias múltiples, 
como mínimo siete: lingüística, musical, lógico-matemática, espacial, cinestésica corporal, la intrapersonal y la interpersonal. 
En este contexto 
crítico hacia los tests podríamos situar las novedosas ideas de Daniel Goleman, 
que con su libro Inteligencia emocional ha conseguido un gran impacto en el 
público americano primero y, ahora, en el español. Goleman parte del hecho de 
que el éxito social no se correlaciona bien con los resultados obtenidos en los 
test y propone que para predecir el éxito social es tan importante –y, en 
ocasiones, incluso más– conocer el grado de inteligencia emocional que poseen 
los individuos como conocer su CI. 
La inteligencia emocional tiene que ver con 
características como la capacidad de motivarnos a nosotros mismos, de perseverar 
en las tareas, de controlar los impulsos, de diferir las gratificaciones, de 
regular nuestros propios estados de ánimo, de evitar que la angustia interfiera 
con nuestra razón y, por último, aunque no menos importante, con la capacidad de 
ser simpático, de conectar con la gente, de empatizar y confiar en los demás. La 
última parte del libro la dedica Goleman a tratar de demostrar que, si nos 
tomamos la molestia de enseñarles, los niños pueden aprender a desarrollar las 
habilidades emocionales básicas. 
Inteligencia emocional es un libro entretenido, 
de fácil lectura y que desprende optimismo. Su principal mérito es, 
posiblemente, el poner de manifiesto la importancia de los factores emocionales 
en la racionalidad humana, dentro de una línea de pensamiento que en los últimos 
años han desarrollado neurobiólogos como Gerald Edelman y Antonio R. Damasio 
(4). 
Desde un punto de vista estrictamente científico, sus tesis adolecen de una 
argumentación débil y, en cierta media, tautológica. No es fácil definir, ni tan 
siquiera de forma operativa, qué es el éxito social y resulta aún más complejo 
valorar el grado de inteligencia emocional de una persona. Por ello, es fácil 
caer en una definición circular: las personas con alta inteligencia emocional 
triunfan en la vida, pero es precisamente porque triunfan en la vida por lo que 
conocemos que tienen un alto grado de inteligencia emocional. 
Para finalizar, un 
comentario sobre predicciones y causas. En ambos libros, los autores parecen 
encontrar en determinadas propiedades del individuo –el CI, la inteligencia 
emocional– las causas que explican el éxito o el fracaso de su futuro devenir 
social. Con independencia de otras críticas que puedan hacerse, nos gustaría 
resaltar que no es correcto, desde un punto de vista lógico, deducir una 
relación causa/efecto a partir del análisis de datos de tipo observacional, como 
los que se manejan en el debate sobre la inteligencia. Si se quiere fundamentar 
una relación causal, hay que llevar a cabo experimentos de intervención para 
determinar por separado el efecto producido por cada alteración controlada de 
las condiciones. 
La metodología experimental que se precisa para contrastar una 
relación causa/efecto es, por razones éticas obvias, casi siempre inaplicable en 
estudios con seres humanos. Esto no significa que, a la hora de tomar 
decisiones, sea incorrecto utilizar modelos predictivos en los que sean 
asumidas, como verdaderas, relaciones de causalidad basadas en un análisis observacional. De hecho, los modelos así construidos funcionan bien muchas 
veces, pero eso no les confiere una mayor validez en el análisis de la relación 
causa/efecto (5). La confusión de estas ideas es tan frecuente como falaz y puede 
conducir a importantes errores. No olvidemos que un hombre tan dotado para el 
pensamiento lógico como Aristóteles fue capaz, a través de la simple 
observación, de atribuir un origen natural a la supuesta inferioridad 
intelectual de los esclavos frente a los hombres libres. 
Notas:
1. Las dos posiciones enfrentadas en esta polémica se recogen en: Eysenck, H. J. 
y Kamin, L.: La confrontación sobre la inteligencia: ¿herencia-ambiente?, 
Pirámide, 1983. 
2. Stemberg, R. J.: Inteligencia humana, Paidós, 1987. 
3. Gardner, H.: Frames of Mind: The Theoryof Multiple Intelligences, Basic 
Books, 1983. 
4. Edelman, G.: Bright Air, Brilliant Fire, Allen Lane The Penguin Press, 1992; 
Damasio, A.: El error de Descartes, Crítica, 996. 
5. La distinción entre experimentos observacionales y experimentos bajo control 
ha sido magníficamente expuesta por Oscar Kempthorne («Logical, epistemological 
and statistical aspects of nature-nurture data interpretation», Biometrics, 34, 
1978, 1-23). 
 
 
Contacto y comentarios
Puedes comentar este texto aquí: Comentarios
También puedes contactar con el administrador en este enlace: Contacto
