El anti-ídolo. Ensayo y crítica sobre los ídolos contemporáneos.
Ídolos. Héroes por la ambición. Crítica.
Los héroes caracterizados por una fuerte ambición representan
un pequeño reducto de individuos que demuestran tal fe
en sí mismos como para
sortear todos los obstáculos en una lucha denodada por
barrer al rival, al enemigo. Nadie debe interponerse entre su arrollador
y "genuino" anhelo y un destino marcado por los oráculos. El apetito desmedido de victoria
que alimenta su desmedido ego representa una de las cualidades más aclamadas
inherentes al
espectador
criado en la sociedad capitalista
tanto obrero como burgués, que abraza a este insaciable
sujeto como uno de sus centros neurálgicos en el devenir de su vida.
Ahora, ¿se imaginan un hombre tozudo, pertinaz cuyo afán brote del deseo de
paliar el hambre o recortar las desigualdades sociales? ¿Se imagina a otro cuya
anhelo "avaricioso" sea instruir a los ciudadanos con poderosos métodos
psicológicos para ayudarles a aumentar su autoestima, reducir su dependencia y motivarles a afrontar
sus temores? ¿Se imaginan a un tipo cuya fundamental aspiración se centre en reparar
las lesiones de ese organismo vivo y dinámico llamado sociedad motivado por el amor a sus elementos constituyentes? ¿En
arrastrar un país con la fuerza de sus palabras y sus actos hacia mares con
aguas más tranquilas?
¿Se imaginan a un arriesgado y valiente individuo que atravesaría cordilleras y mares para
seducir a su amada (o amado)? ¿u otro cuya vida fuera una epopeya en pos del conocimiento, en
pos de la búsqueda de respuestas trascendentales, de un nuevo ser humano?
No, ¡válgame el Dios que nos reina!, la vigente definición de ambición hoy día no rula por esas
poco transitadas vías. Las
palabras del anterior párrafo parecen originarse en los vapores profundos
de alguna fábula griega. De conocer el paradero de tal sujeto, las multitudes lo
censurarían o sería confinado a la jaula del ostracismo. El mero asomo de un aforismo
moralista amedrenta al ciudadano medio, poco acostumbrado a lidiar con argumentos
apartados de los comunes trasiegos cotidianos. Este tipo de ídolo representa más
bien una especie de máquina lavadora de cerebros, una sede vulgar donde se
produce el centrifugado de ideas.
El tipo heroico
ambicioso que pulula por los medios audiovisuales desea ganar partidas, arremolinar a gente a
su alrededor, meter pelotas en un
hoyo, en un cesto u otros agujeros(1), realizar películas taquilleras
aunque sea caracterizando a un asesino implacable con interminables escenas de
violencia gratuita y que ofrezca grandes ideas o lance indirectas a
tipos perturbados, a tipos de oscuro
talante o a niños ociosos para empujarlos a desquitarse de su pegajoso y
nauseabundo hastío de la vida.
(1) Piensen mal (o peor) que acertarán.
En este insólito firmamento, la Bondad siempre lleva el peto del vencedor,
es decir del ídolo, galones que se
le atribuyen por cortesía, como un óbolo por los méritos adquiridos, por los
servicios prestados a la humanidad. El ídolo es un oblea caída del cielo, un
regalo bendito que casi siempre viene adornado con un hermoso lazo que luce una etiqueta
sobresaliente que lleva escritas dos palabras "Gran persona".
El héroe ambicioso se erige como una figura de perfección simulada, etérea
y de fachada
lustrosa, es en suma, un dechado de narcisismo, un indocumentado rey del nepotismo. Este
tipo conspira por una victoria, la de sí mismo o de un bando (equipo) muy a
pesar de que eso conlleve la derrota de un contrario. La única ligazón con esa
fe en la conquista de la victoria es la que impone su contrato, un
documento escrito ante notario que alquila su cuerpo por una suma millonaria y un plazo determinado con el
único
fin de exportar al mundo exterior las bondades de una histórica camiseta o de un
logotipo de una célebre marca.
En esta sociedad de estertores crematísticos y pornocromáticos, los valores éticos, así como nuestros
bendecidos
héroes, se compran y se venden al mejor postor, sean estos millonarios
filántropos o mafiosos carente del más mínimo de los escrúpulos. No resulta extraña esta afirmación ya que
ambos constituyen los paradigmas de
una sociedad en la que absolutamente todo está venta, no hay nada que no tenga
su precio en el mercado. Este tipo, insignia modélica y reverenciada, pretende
enriquecerse a partir de la venta de objetos que lo identifican a él como la
estrella rutilante del universo conocido.
Qué importa el contendiente, qué importa si sus continuos resuellos no
fomentan un mejora global si nuestro musculoso y aguerrido Stallone (o nuestra
presumida y rutilante Blancanieves) añade una moneda más a su suculenta cuenta corriente. No, ninguno de nuestros beneficiarios de la conciencia colectiva pretende una victoria sobre el mal,
paliar desastres o revertir los efectos nocivos de una enfermedad,
tampoco reducir los terribles efectos de ninguna opresión discriminatoria, mas bien pugnan
por saborear un
triunfo sobre el tablero, de gozar con un éxito deslumbrante de taquilla,
sueñan con arremolinar en torno a él a un estadio repleto de seguidores. Sí, nuestro endiosado protagonista se relame
ante la presencia de audiencia multimillonaria, goza acumulando y presumiendo de títulos, se
revuelca de gusto en el suelo tras asestar la cuchillada de la humillación a un
adversario pues, ¿acaso en un debate entre dos contendientes una gran
victoria no revierte en una gran derrota del oponente?
Nuestro bienamado señor de los anillos no demanda justicia social, no reclama
ni porfía por un pacifismo universal, no defiende más libertad que la de jugar y
derrochar, no tiende a la reflexión objetiva o pretender elaborar críticas
constructivas, apenas reconoce el valor de un bien
cultural, desecha el conocimiento científico, detesta las verdades
milenarias, ni siquiera el altruismo es un fin en sí mismo salvo como una rutina
aleatoria y pasajera. El héroe ambicioso, de mirada desafiante, ese pedazo de humano
segregacionista no se interesa por la igualdad, no justifica ninguna ley que
no le otorgue ventaja, ni siquiera le resulta necesaria la
sinceridad si tal recurso no engrosa su ya de por si hinchada cuenta bancaria(2), sólo le gusta
mostrarse como el más hábil, el más listo. Mentir o acusar al adversario no
constituyen
ruines estrategias por sí mismas, si no los precisos ingredientes con los que cocina el
plato de la venganza. Tales señas se consideran admisible en pos del Reconocimiento.
(2) ¿Qué es la publicidad si no
el arte de maquillar la verdad?
Nuestro kafkiano comisionista de la gloria no ha sido
gestado por la intuición de nobles poderes, mas bien por la imposición de un cúmulo
de ansiedades arbitrarias, volátiles,
efímeras o coyunturales a su época. Su presencia representa un
proyectado capricho, una ocurrencia
de los poderes fácticos e impulsa a una pura y genuina (eso dicen) distracción narcotizante.
Este individuo encarna a un encantador de serpientes (o de
multitudes), a un astuto Copperfield que inventa redomados trucos para hechizar y mantener absorta a la concurrencia.
Otras femeninas presencias se engarzan dentro de una cadena de montaje de
autómatas robóticos que simulan cuerpos físicos de ver, usar y tirar, que lucen rostros
brillantes ungidos por las pinceles imposibles de un prodigio informático
llamado photoshop; dotados además con un discurso
programado para no desviar la atención de su imponente presencia. Es decir, vacío
de contenido.
Al final, la única verdad que transmite nuestro atractivo galán se
relaciona con arrancar el tedio y las preocupaciones al espectador o acólito
seguidor. De eso se trata. No hablamos de educar ofreciendo consejos como granos
de sabiduría ni de
transmitir algún fragmento de una moderna pedagogía que inspire al atolondrado
seguidor, menos aún de
la generación original de palabras grandilocuentes,
mas bien de ayudar a pasar un simple rato, de
degollar el tiempo, de permitir al acólito evadirse de su melancólica espesura,
de su exasperante y desencajada normalidad, de aniquilarse a sí mismo por unos
instantes. Es el héroe, ese enfermero amable que nos inocula una
droga intravenosa que nos permite suicidarnos momentáneamente. Una vez regado
nuestro fuero interno
por el suero de una esperanzadora mentira generaremos de forma espontánea un universo
artificial dentro del cual podremos adoptar el papel de ángeles etéreos y sobrevolar
sin peligro los pedregosos terrenos que simulan nuestra existencia, olvidando nuestras perennes
y parásitas agonías.
Este espantajo, este caballero oscuro no
duda en vendernos su causas de múltiples y variadas maneras, como por ejemplo ataviado como
comerciante de artículos
cuya arquitectura desconoce; sí, le apasiona mentir por interés , distraer a las
audiencias con discursos terriblemente simples y precocinados. ¡Sólo un pobre y
desorientado individuo podría conformarse con un régimen verbal sólo apto para
indigentes intelectuales! Tampoco por supuesto desdeña
trapichear con prostitutas o incluso diseñar líneas de polvo blanco sobre el tapete para
luego inhalarlas cual efluvio reparador o poción inspiradora.
No pretenden este mocetón o esa maciza criada en pos de la fortuna defender un sistema de valores congruente, al
contrario, el ídolo más bien
desecha los principios o postulados que repriman sus ansias de despuntar, de
presumir o de alardear. No concibe la humildad, la detesta, la combate como
enconada antagonista, prefiere mostrar sus
supuestos encantos al mundo con chulesco rigor, con altiva desvergüenza, con descaro soez. No
entiende de grandes palabras, apenas las digiere, las desecha, ni siquiera se las
plantea, apenas las pronuncia. En realidad, desconoce el vocabulario necesario para defender tales
motivos que considera
de poca monta.
Actúa como un niño revoltoso y travieso, representa a un "jugador"
con pantaloncitos
que hace novillos con tal de huir del conocimiento puro y duro (el que permite
la transmutación de un niño en un adulto maduro y digno de confianza); a un
vivaracho señor que se transforma ante las cámaras para mostrarse "tal como no es",
a un
bufón que cambia de atuendo para provocar la hilaridad, a un vendedor de objetos,
a un traficante de trastos algunos tan inútiles como caros en su concepción.
El héroe ambicioso es generoso consigo mismo y tirano con sus múltiples y
amanerados seguidores:
persigue su propio beneficio al tiempo que desentiende la fortuna de aquellos
que lo elevan al status de pequeño dios; el
héroe, calificado como noble, recurre con frecuencia a los placeres efímeros, aquellos que
se evaporan cual perfume barato al día siguiente.
Prácticamente nunca, salvo accidente, le verán con un
libro en la mano o promocionando el placer de la lectura más allá del ritual
diario de hojear las revistas de turno. Apenas dispone
de tiempo para sumergirse en textos de contenido intelectual, prefiere en grado
sumo los que producen un efecto barbitúrico (anestésico o sedante). No,
nuestras místicas gárgolas , nuestros hercúleos faunos jamás pierden su precioso
tiempo con semejantes milongas. En consecuencia,
no esperen respuestas versadas u originales a
ninguno de los asuntos de acuciante y dura actualidad. En efecto ninguna gran
idea deambulará por los aledaños
de su cerebro:
jamás hallaría lugar donde asentarse. Las tontas presunciones, las verdades
improbadas ocupan todos sus estancias psíquicas.
El ídolo de masas es un rey soberbio e indiscutido que habita en el reino de
los cielos donde sólo cuatro asociales criaturas, los pensadores de
renombre, cuestionan su
perenne liderazgo. Su magnificencia es incontestable, irrebatible, axiomática, no existe apenas oposición a tal ilustrativo principado.
A tal memorable dictadura. Incluso, monarcas y altos dirigentes les rinden
pleitesía.
Millones de abducidos seguidores, aún escasos de fortuna, le otorgan su atención
y se rascan el bolsillo esperando con una fe inquebrantable recaudar a cambio un
gramo de excelsitud o grandeza; sin embargo
desconocen
que el efecto global convergerá hacia las antípodas de lo supuesto: a nivel
individual les recluirá en una celda, la del idólatra, y a nivel global, el
vertido resultante de dicha fe cimentará poco a poco un gran espectro, o ética
plañidera, que vagará a ciegas, arrastrando ruidosamente el
grillete del condenado al ostracismo, sin
rumbo, condenando a todo el orbe a una sangrante inestabilidad, dirigiendo a los
individuos hacia una crisis existencial, recrudecida por un cada vez más
desolador vacío
espiritual. El fin es la total destrucción del individuo con ideas propias, y su
total sumisión al Manipulador de Objetos, hijo pródigo de la embaucadora Diosa Economía.
Bañados en
ciénagas, sumidos en tal engendro de sociedad, la insalubridad se vuelve costumbre, se traga porquería
en forma de comida-basura de forma ansiosa y desproporcionada, se admira el arte-basura, se confinan las
miradas hacia bellezas inferiores, las que más carne muestran y menos
sesos
atesoran. El espacio vital se vuelve
un lugar inhóspito para la solidaridad y el sentido común, mientras estos trepas
siguen medrando al tiempo que escalan montañas pobladas de cadáveres. Nos
pisotean, nos pasan por encima y malheridos, llenos de marcas de herraduras
seguimos profesándoles nuestro condescendencia en un amor no declarado por la
servidumbre.
El héroe de hoy en día es un tipo tan acaudalado como harapiento en
cuestiones de ética, huero de principios,
lleno de ignorancia y vanidad, con una ambición ponzoñosa, un héroe ligado que mama de
los sermones
capitalistas, henchido de oro y rodeado de bellas presencias que por supuesto se
relamen en su astucia de venderse al mejor postor, son las llamadas
gruppies o
prostitutas de la gloria;
así orbitan ofuscando
a todo andrajoso filósofo o mentecato, tan obnubilados siquiera para poder
presentar una palabra opositora.
El héroe insaciable, no pretende nada más que divertirse cual despreocupado
infante para acabar pidiendo su bolsa de ricas gominolas, que engullirá de
manera apresurada sin
tino alguno. No busca mejorarse más que a sí mismo, no como persona (¡válgame dios!)
sino como
juglar, comediante o titiritero. La virtud es
una alternativa inexistente en su baraja de cartas marcadas. Siempre participa
en juegos donde no son necesarias facultades humanas elevadas a menos que la
necesidad o el deseo de "quedar bien" o "lavar su imagen" lo arrastre a surcar esas nobles alternativas.
Y, créanme cuando les digo que a estos héroes se les etiqueta "Grandes
Personas", apelativo honorable pero actualmente devaluado hasta el infinito,
y que, curiosamente, es puntualmente asignado
precisamente por quienes desconocen el
largo y tortuoso proceso de
convertirse en "Persona".
La suerte del prójimo se la suda salvo como
un entretenimiento pasajero; su fin es dominar el escenario de luces: actuar, contar
mentiras, o representar la gloria de un juego que en el fondo no es nada más que
lo que define esa palabra, un simple esparcimiento, un etéreo artificio, un
simulacro que pretende recrear la eterna batalla entre el bien y el mal. Pero no
se confundan queridos lectores, en realidad ni el bien ni
el mal son figuras representativas en las funciones que ellos lideran, sí los subterfugios ataviados de colores, equipos, bandos y banderas.
Toda esta gran mentira se filtra como
un gran estallido colorista cuyo fin es divertir, embobar, confundir, amaestrar a las masas
sedientas de glorias barriobajeras. Los integrantes de este poco saludable plato
preparado que conforma el entramado social prefieren las grandes y bellas e inútiles mentiras antes que
pequeñas y dolorosas aunque regeneradoras verdades. Así se cumple la
profecía: el individuo nunca madura, pervive en un estado permanente de
infantilidad, ausente de fuerza interior, le resulta inaccesible escalar
montañas cuyas cumbres se pierden más allá del horizonte de su visión primeriza.
El sistema lo asimila como otro reo presto para ser
consumido como un antojo por los designios de un poder superior e invisible.
El ídolo capitalista, es en efecto y por defecto ese ser superior, el pastor, el guía
indiscutible al que hay que rondar, del que hay que aprender. Por su parte, el
reo o seguidor, hipnotizado ante su majestuosidad mediática le muestra
una fidelidad incondicional; en caso de sentirse traicionado
rebuscaría entre las callejuelas iluminadas por cientos de luces de neón a
otro guía igual de sincero y amistoso para que le vuelva a perpetrar
la misma jugarreta: se enriquecerá a su costa y luego le dejará tirado, obviando
su presencia o cambiando de camiseta. El reo o
ídolo-adicto, disfruta siendo utilizado, manipulado y engañado si con ello recibe su
palmadita en la espalda, su pequeño momento de intensidad.
La vida de nuestro entronizado caudillo transcurre
golpeando objetos, memorizando guiones, y en general, repartiendo simples
palabras. O hermosas, pero hueras de cohesión interna como aquellas que se pierden en el
ambiente como rosas arrojadas al vacío.
No es nuestro símbolo de poder un
psicólogo que dispense entereza mas bien simula una amañada máquina tragaperras: se
traga todas las monedas cual monstruo de las galletas y, egoísta
como ninguno, apenas si devuelve una miserable calderilla. Este tiránica
estrella mediática no adjudica
poder, no comparte riquezas, no se preocupan de quienes le adoran salvo
unos minutos para firmar un papel emborronado y arrugado con una rúbrica
ininteligible. Eso sí, siempre pide el diezmo, el tributo a su
presencia, a los seguidores, a la empresa, al dios que le engendró. Porque el
dinero es el fin, el medio y el principio de sus anhelos, y junto con la
necesidad de diversión continua cimienta sus
apetitos infantiles, triviales, insignificantes como toda la industria que lo
concibe y lo amamanta con esmero.
Al final, el objetivo consta en erigirse como un nuevo mito de leyenda moderna,
en ser el mejor en una historia en clave de
ficción. Este tipo, desmenuzado por miles de focos, habita lozano en una diferente dimensión, desligado de la realidad circundante,
y aun a pesar de que la
sociedad se desfigurara en el exterior demacrada por meridianas crisis o erupciones
violentas, él, bien apoltronado en una de las estancias de su luminosa torre de marfil
en modo alguno se sentiría ni
mínimamente afectado, ni mucho menos intimidado o amenazado (nadie discute su preponderancia).
Continuaría, obstinado, amaestrando a sus mascotas-objeto, vomitando
hazañas pueriles y negociando una nueva subida de salario, de la que por
supuesto se cree merecedor. Así muera el mundo de inanición, él seguirá
reclamando toda la atención. Ese es el auténtico rostro del héroe moderno.
Alhajas, manjares y joyas para mí, residuos y sobrantes para mis obedientes
esbirros, así os muráis de hambre no dudéis que yo seguiré enriqueciéndome.
Y la profecía se cumple: cada día, cada momento que pasa se ensancha la brecha
de clases, entre el rico y el pobre, entre el ídolo y el acólito. Entre el
carcelero y el reo.
Sí, ese es nuestro héroe por la ambición, un engendro perpetrado por un
cúmulo de sabios mercaderes de la sinrazón, un vendedor de humo, un príncipe
ataviado con el "traje del emperador", un tipo que, ante las
multitudes, marcha desnudo de valores pero cargado
de anhelos fatuos, presumiendo de una vanidad de cientos de quilates cuyo brillo
cegador encubre una personalidad raquítica y un corazón diminuto.
Curiosamente, a pesar de su ridícula y desnuda apariencia, todo el orbe
instruido del mismo y flatulento modo le persigue no para censurarle, no para
destituirle de su cargo, si no para
embelesarse con su presencia. Aposentados como espectadores dentro de esta surrealista
naturaleza, se observa
al cuerdo idolatrar al loco, el excéntrico de turno impone modas y la masa acoge
todas ellas sin revisar su procedencia, sin calibrar su intrínseco valor. Traga
con todo sin apenas masticar. Luego sufre de padecimientos varios y por más que rumia
o recapacita no alcanza a averiguar su causa real, los orígenes de su
impotencia, de su tristeza, de su insignificancia.
Ese es nuestro ídolo, querido y amado por todos, un príncipe de juicio
somnoliento que posa desnudo de valores, con
más defectos que virtudes y al que nadie jamás se atreverá a denunciar, por miedo a al que dirán, por
temor a mostrase ser diferente, por miedo a las represalias, por miedo a ser
señalado por un Gran Dedo acusador, por miedo a echar abajo los pilares de un
mercantilismo de ficción bajo los que se guarecen millones de timoratos
individuos.
Denme un auténtico héroe ambicioso que defienda valores gigantescos y
no me hablen de los ídolos de hoy en día. Su ambición es tan
desmedida como ridícula en sus planteamientos.
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