La formación infantil de la moralidad en la sociedad consumista como mecanismo de alienación y sumisión del individuo al sistema
La formación infantil de la moralidad en la sociedad consumista como mecanismo de alienación y sumisión del
individuo al sistema
Texto:
http://old.kaosenlared.net/noticia/formacion-infantil-moralidad-sociedad-consumista-como-mecanismo-aliena
Pedro
Antonio Honrubia Hurtado
Introducción
Cabe decir, para evitar confusiones, que cuando en este texto hable de valores
estéticos, en ningún momento estaré haciendo referencia al uso que de este
concepto se hace en el mundo del arte o de la filosofía del arte. En todo
momento esta terminología se usará para definir un tipo de valor moral que, a mi
entender, está totalmente implantado en la sociedad de nuestros días. El termino
estético hará referencia aquí, desde una perspectiva moral, a lo aparente, a lo
que entra por lo ojos, a aquello que gusta a primera vista, aquello que se hace
para satisfacer las normas sociales establecidas y evitar las suspicacias de
nuestros conciudadanos.
Para entendernos, los valores morales estéticos, son
aquellos valores que la gente trata de satisfacer de cara a la sociedad donde se
ubica, sin más consideración que el aparentar un modo de vida adecuado a las
normas sociales imperantes, independientemente de si estas normas tienen
connotaciones éticas o no. Por el contrario, los valores morales éticos serían
aquellos que se establecen en torno a la reflexión sobre el bien y el mal, sobre
lo bueno y lo malo, es decir, aquellas normas de conducta donde se actúa
conforme a la creencia ética y en virtud de las implicaciones positivas o
negativas que una acción pueda tener para con uno mismo y con los demás, y no
por la mera apariencia de cara al resto de la sociedad.
1. Origen y desarrollo de la moralidad estética: una perspectiva psicológica
A mi entender, no se puede hablar de moralidad hasta que el sujeto no ha
conseguido desarrollar las capacidades cognitivas necesarias como para que poder
comprender en toda su extensión simbólica conceptos como bien y mal, bueno y
malo, aceptable y rechazable, válido e inválido, o, si se quiere, conceptos como
premio y castigo, pecado y salvación, aunque estos segundos no dejen de ser una
aplicación práctica de aquellos primeros.
Hasta que esto no ocurre, el sujeto
puede ser condicionado a actuar de una u otra manera por los miembros de su
entorno, al igual que pueden ser condicionados determinados animales, pero no es
capaz de entender el simbolismo que se encierra en cada uno de estos conceptos
de aplicación mental, con lo cual no podemos hablar de la existencia de una
moralidad subjetiva.
Cuando un niño menor de seis años modifica sus hábitos de
comportamiento en función de los premios o los castigos -en sus diferentes
variantes- que pueda recibir por parte de las personas de su entorno, realmente
no está siendo consciente de actuar en un sentido moral, no se puede hablar de
que exista en él una actitud moral, si no que, al igual que muchos animales
domesticados, simplemente se limita a actuar de manera mecánica en función del
premio o el castigo que pueda recibir como consecuencia de su acción. Sin
embargo, es a partir de la aparición de las capacidades de análisis simbólico en
el sujeto (que según los expertos en psicología se suelen dar a partir de los
cinco o los seis años aproximadamente) cuando el desarrollo cognoscitivo permite
al individuo comenzar a entender el significado de los valores morales, haciendo
que dejemos con ello de actuar mediante la simple mecánica de acción-represión
propia de la etapa anterior, e incorporando paulatinamente a nuestros
planteamientos mentales todos los conceptos morales que nos han de acompañar a
lo largo del resto de nuestra vida.
Es a partir de este momento, por tanto,
cuando se puede comenzar a hablar de la existencia de unos valores morales en
formación en el interior de nuestra mente, y por ello cuando podemos comenzar a
hablar de la existencia de una moralidad propiamente dicha. A partir de este
momento, una vez la moralidad da sus primeros síntomas de existencia, considero
que existen dos polaridades principales sobre las que un sujeto condicionará la
formación de la misma: las polaridades entre lo bueno-malo y lo
aceptable-rechazable.
Cada una de estas polaridades responde a la aparición y
formación de los valores mencionados con anterioridad, diferenciados entre
éticos y estéticos. Mientras la polaridad bueno-malo definirá y generará la
aparición de valores éticos, la polaridad aceptable-rechazable abrirá el camino
para el surgimiento de los valores estéticos. En ambos casos, el simple hecho de
adquirir el niño una comprensión simbólica de estos conceptos, servirá para
modificar su actitud frente a los actos que ha de realizar en un futuro y que
puedan implicar un comportamiento susceptible de ser juzgado bajo estos
criterios de moralidad por los demás.
Es decir, a partir de que el sujeto
comienza a pensar simbólicamente, el niño tendrá muy en cuenta la reacción que
los demás puedan tener ante sus actos, muy especialmente en los ámbitos de mayor
proximidad, como pueden ser el familiar o el entorno social, y a partir de ello
irá paulatinamente forjando su propia imagen, estrechamente relacionada con el
respeto por sí mismo y el respeto por los demás. Por ello, deberíamos considerar
la moralidad del individuo, el yo moral, como aquella parte de la mente humana
donde el sujeto encierra la información relacionada con sus juicios de valor
sobre lo bueno y lo malo, lo aceptable y lo rechazable, así como los efectos del
resultado que el entorno exterior tiene en relación a los comportamientos del
individuo y la aplicación conductual de estos juicios por el propio sujeto.
Normalmente con el paso de los años cada sujeto suele establecer sus propios
criterios, más o menos flexibles, sobre lo bueno y lo malo, lo aceptable y lo
rechazable, etc., aunque en origen siempre existe en toda cultura una moralidad,
más o menos imperante, que determina las primeras informaciones morales
interiorizadas por el sujeto y que finalmente acaba por condicionarla moralidad
de los individuos que la componen.
Desde luego no podemos olvidar que esta
relación entre la moral y la cultura, entre lo moral y lo social, viene
determinada, de manera irremediable, por la naturaleza misma del simbolismo
encerrado en torno a los criterios que el niño aprende sobre lo bueno y lo malo,
lo aceptable y lo rechazable, ya que al ser estas polaridades las que primero
actúan sobre los comportamientos humanos, y al estar sujetas a la emisión de
juicios de valor respecto de ellas, lo primero que el propio niño necesita, para
poder, no solo entenderlas, si no también aplicarlas en su propia vida, es
aprender los contenidos generales sobre los que se fundamentan estas
polaridades, es decir, aprender a responder sistemáticamente a la pregunta ¿en
relación a qué se establece lo bueno y lo malo, lo aceptable y lo rechazable
dentro de la sociedad donde me desenvuelvo? o, dicho de otro modo, ¿cuál es la
norma o el criterio social establecido para señalar la bondad o la malicia de un
acto?
Por supuesto, el niño, ignorante por naturaleza en estas cuestiones, no
puede acudir a sus propias fuentes para responder a estas preguntas, con lo cual
se le hace necesario acudir a las fuentes externas que están representadas tanto
en las respuestas familiares como en los valores sociales imperantes. De esta
manera, una vez el niño acude a estas fuentes para aprender de ellas e implantar
en su mente los criterios que determinen el contenido general de estas
polaridades morales, el niño, indirectamente, pasa a someterse moralmente a
elementos externos a su propia conducta. Por otro lado, en virtud de una
interiorización de estas respuestas externas sobre su conducta, el niño
aprenderá también a juzgarse a sí mismo, tomando, consecuentemente, como
referente para ello el juicio que previamente hayan establecido los demás sobre
lo bueno o lo malo, lo aceptable o lo rechazable de una conducta. Así, el
desarrollo de la moralidad implica la aparición de lo que se suele denominar
como “juicio de la consciencia”, que es una auto aplicación de la moralidad
aprendida del exterior sobre los propios comportamientos del sujeto.
Es obvio que este proceso de formación de la moralidad implica que no puede
existir un solo código de moralidad objetivo, ya que cada sujeto estará
condicionado por la moralidad imperante en la cultura que le rodea, lo cual no
implica que cada niño pueda decidir o cambiar, a su gusto y capricho, que es
bueno o es malo y, consecuentemente, auto responderse así mismo qué es en
realidad lo bueno y qué es en realidad lo malo. Los niños no tienen capacidad
alguna para escoger la moralidad que han de auto implantarse para, de alguna
manera, auto controlar los efectos de sus actos para consigo mismo y para con
los demás. Los niños simplemente se limitan a incorporar la moralidad que le
viene dada desde el entorno en que han de crecer y desenvolverse, sin cuestionar
los motivos que se encierran detrás de estas pautas morales.
Pero, por supuesto,
el hecho de que un sujeto incorpore un código moral a su mente, no quiere decir
que irremediablemente tenga que cumplir con él, mucho menos si este sujeto es un
ser humano que aún se encuentra en la etapa de formación de su yo psicológico.
Por eso, el niño seguirá actuando de maneras muy diferentes para dar respuesta a
los distintos momentos que le vaya planteando la vida, y muchas de estas veces
lo hará de manera no coincidente con la moralidad impresa en su mente, aunque no
podrá escapar por ello del juicio propio y del de los demás. Con esto quiero
decir, que la aparición de la moralidad lo que implica en el niño no es tanto el
cumplimiento de esa moralidad en los actos de su vida, si no, más bien, el
aprender a juzgar sus propios actos sobre la base establecida socialmente, así
como el aprender a analizar las reacciones y los juicios de los demás respecto
de lo que él haga. La moralidad infantil es, vista así, más un mecanismo de
reflexión que un mecanismo de acción.
Podemos hablar, por tanto, de la formación de la moralidad a través de dos vías
que se interrelacionan: una vertiente teórica y una vertiente práctica. El niño
no solo incorpora a su moralidad la creencia sobre lo bueno o malo, aceptable o
rechazable que resulta una conducta, si no que aprende simultáneamente a
encuadrar en su mente la evaluación que el incumplimiento de esta norma tendrá
en el entorno donde se ubique y los efectos que para con su persona este suceso
pudiera tener, y a partir de ahí acabará por desarrollar los mecanismos que han
de servirle para la auto evaluación de sus actos. Nunca, en ningún caso, el niño
condiciona sus juicios morales a criterios propios, si no que estos análisis
siempre están relacionados con el aprendizaje anterior sobre como los
incumplimientos de estos criterios morales afectan en el entorno donde el sujeto
se ubica, así como cuál es el resultado del juicio que este entorno realiza
sobre la actitud del sujeto.
Cuanto mayor rechazo tenga el incumplimiento de una
norma moral, mayor será la tendencia del sujeto a la auto represión, a la no
realización de esos actos. De esta manera lo que a nivel subjetivo puede ser
interpretado como un valor moral, a nivel social el sujeto lo ve como una norma
que no debe transgredir si quiere contar con la aprobación del entorno.El juicio
del acto, así como las repercusiones que el sujeto valora y que pueden
condicionar su actitud, no se sitúan ya en el acto en sí mismo como trasgresor
de una norma moral, si no en la influencia social que el incumplimiento de esta
norma acarrea. Es decir, antes de poder si quiera entender el origen de los
conceptos aprendidos sobre moral, el niño comienza a determinar su moralidad por
los efectos sociales que acarrea el incumplimiento de las normas establecidas, y
no por la valoración subjetiva que él mismo pueda hacer sobre ellos.
Es aquí
cuando comienza la sumisión de los valores éticos a los estéticos, donde el
propio desarrollo psicológico del sujeto induce de manera natural a que la
moralidad individual se decline más hacia el plano de los valores estéticos
(socialmente establecidos) que hacia el de los éticos (que implican una
reflexión personal sobre el origen y el por qué de los conceptos), postura esta
segunda que sería conveniente para el bien global. Esta actitud innata –por
llamarla de alguna manera- hacia lo estético, puede ser corregida con el paso de
los años mediante una correcta formación educativa, cosa que, como veremos más
adelante, no sucede en nuestra actual sociedad consumista-capitalista, para cuyo
buen funcionamiento es más conveniente (e incluso indispensable) desde una
perspectiva moral, la actitud estética que la ética. El capitalismo necesita
mentes dóciles que se sometan a los valores sociales establecidos, no mentes
críticas que reflexionen sobre el origen y el por qué de estos valores.
Siguiendo con el tema, he de decir que es cierto que un niño que se encuentra en
los primeros años de formación de sus estructuras morales, no está capacitado
aún para valorar subjetivamente los criterios morales que se le imponen desde el
exterior, pero ello no implica que no pueda discernir, con una educación y un
aprendizaje adecuado, entre lo qué es un condicionante moral y lo qué es un
condicionante social.
El verdadero triunfo de los valores estéticos frente a los
éticos, el triunfo del sometimiento y la alienación del individuo al sistema, se
genera cuando el sujeto unifica ambos condicionantes en un mismo juicio de valor
(o como decía en otro artículo[1], cuando el individuo identifica los objetivos
del sistema como propios). Por eso todos los sistemas políticos o religiosos que
han existido sobre la faz de la tierra con aspiraciones y deseos de someter la
voluntad de los individuos para poder dominarlos, han otorgado a la infancia un
valor primordial a la hora de desarrollar su estrategia de sometimiento, y han
desarrollado complejos sistemas morales que ahogaran la libertad de los
individuos ya desde sus primeros pasos como seres racionales.
De esta manera es
factible introducir un dominio sobre las conciencias de los seres humanos que se
entregan a estos sistemas de valores de manera irracional y que, salvo que
traten de revisarlos en la edad adulta, acabarán por condicionar sus actos
durante toda la vida. Cierto es que existen otras variantes en la formación
moral de los individuos, pero es sin duda esta variante social la que cobra
mayor significación por los efectos que a largo plazo acaba teniendo sobre la
evolución sujeto y, por extensión, sobre la sociedad.
En toda sociedad no
crítica de sí misma, los sujetos reciben de la sociedad el sistema vigente de
valoraciones y normas morales establecidas, que le son impuestas como una fuerza
ajena a su conciencia y a su voluntad, y a partir de ahí (en la mayoría de
casos) se limitan a reproducirlo sistemáticamente durante el resto de sus vidas,
sin importarles si realmente aquello que han aprendido es un comportamiento y un
valor de juicio racional, o simplemente son la prolongación de un comportamiento
y un juicio que contienes en sí mismo efectos devastadores para la libertad del
individuo y el recorte de los derechos de los demás, así como la estrategia de
un poder para perpetuarse.
Así, por ejemplo, si uno aprende de la cultura en la
que habita que la homosexualidad es algo malo en sí mismo, y no trata nunca de
racionalizar el por qué de esta afirmación moral, primero se estará auto
imponiendo un comportamiento sexual que nunca podrá ir ligado al mantenimiento
de relaciones con personas de su mismo sexo, pero es que así mismo se estará
auto dotando de la autoridad moral suficiente como para juzgar negativamente a
quien así actúe, aunque ello no le afecte realmente en su calidad de vida o en
el cohibimiento de sus derechos. Por tanto, aun cuando el sujeto, al llevar a la
práctica esta moralidad aprendida, considere que está actuando correctamente, en
realidad se estará limitando a reproducir un valor moral aprendido que en nada
beneficia a él ni a los demás, que atenta contra su propia libertad y que afecta
a los derechos y la calidad de vida de otras personas.
Lo que en apariencia
sería un valor moral que el sujeto que lo porta considerará positivo, en un
análisis más amplio se acaba por convertir en un valor negativo y moralmente
rechazable, algo que los sujetos siguen por mera voluntad de aparentar, nunca
por establecer en torno a él un verdadero análisis ético sobre lo bueno y lo
malo de la aplicación de tal criterio moral. Pues bien, si tomamos como base de
esta reflexión la verdad científica de que el capitalismo genera siempre
explotación e injusticia, la defensa que muchos ciudadanos de las clases
trabajadoras hacen de este sistema inmoral, solo puede ser entendida mediante un
análisis de este tipo, donde los individuos explotados interiorizan una serie de
valores morales que no se cuestionan jamás, y detrás de cuya imposición se
esconden oscuros intereses de las clases dominantes por perpetuarse en el poder.
Pero para comprender esto de una manera más amplia, no solo debemos fijarnos en
el aspecto social del aprendizaje moral, si no que hemos de volver a enfatizar
en el proceso evolutivo que sufre el sujeto a la hora de ir adaptando poco a
poco a su conocimiento racional los valores morales imperantes. Y digo volver a
enfatizar, ya que anteriormente ya he apuntado que no es posible hablar de moral
en un sentido estricto hasta que el ser humano no tiene el desarrollo cognitivo
suficiente como para entender el carácter simbólico que se encierra tras los
conceptos de bien y mal, de aceptable y reprochable, etc. Por eso durante el
periodo de formación del sujeto anterior a la aparición de la moralidad, podemos
encontrar actitudes y comportamientos que pudieran ser confundidos con actos
morales –como cuando el niño aprende a no meterse cosas del suelo en la boca por
acción de la regañina de la madre-, pero que realmente no dejan de ser meros
aprendizajes conductuales que el niño no entiende más allá del premio o el
castigo que recibe de parte de los miembros de su entorno, pero que en
ningún caso soporta contenido simbólico-moral alguno en el interior de su
mente.Sin duda este comportamiento condicionado no deja de repetirse durante
toda la etapa de formación moral del sujeto, aunque con la diferencia de que a
partir de los seis años de edad –aproximadamente-,el niño, al estar ya
capacitado para dotar de contenido simbólico a las ideas morales generales sobre
el bien y el mal, lo aceptable y lo rechazable, comienza a modificar sus hábitos
de comportamiento pensando en la repercusión social que implica el
incumplimiento de una norma más allá de la simple actitud de premio o castigo
social, es decir, valorando los efectos que ese incumplimiento tendrán para con
su papel dentro del grupo social y las repercusiones que ello pueda acarrear en
su propia vida. Según esto, podemos decir que el paso que da el sujeto desde el
pensamiento simple al pensamiento simbólico, supone así mismo elpaso de la
amoralidad a la moralidad.
Así pues, podemos hablar de tres etapas en el proceso de formación moral del
individuo: una primera etapa amoral, dada de manera aproximada entre los cero y
los seis años, donde el niño no es capaz aún de captar el simbolismo mental que
diferencia a lo bueno de lo malo, una segunda etapa, que abarca desde los seis
hasta la mita de la adolescencia más o menos, donde este simbolismo de lo bueno
y lo malo es concebido por el sujeto bajo el aspecto socialmente condicionado de
lo aceptable y lo rechazable, y una tercera etapa, que correspondería con el fin
del proceso de formación moral, donde el sujeto está plenamente capacitado para
comprender en sí mismas las ideas de lo bueno y de lo malo, desligándolas de su
vertiente social, y transformándose ello en la elaboración de juicios morales
libres y responsables. Es importante señalar que solo en esta última etapa
podemos hablar de un sujeto moralmente responsable de sus actos, aunque en un
buen número de ocasiones su comportamiento moral esté condicionado por lo
aprendido erróneamente durante la segunda etapa del proceso, lo cual no implica
ningún tipo de límite ni justificación para con su responsabilidad, todo lo
contrario, los culpabiliza más si cabe por no ser capaces de acompañar el cambio
con un proceso de revisión crítica que pudiera hacerles ver el mundo de una
manera diferente, más justa, más ética y más acorde con el bien global.
2 Implicaciones prácticas de la moralidad estética en la sociedad
consumista-capitalista
Pero no crean que esta moralidad a-crítica es algo propio de la sociedad de
nuestros días, ya que es una constante en la sociedad occidental durante, al
menos, los últimos dos milenios de civilización cristiana. ¿Qué es si no el
pecado? Cuando un niño aprende que no debe hacer determinadas cosas porque son
pecado, realmente al niño no se le está enseñando lo bueno o lo malo que hay en
hacer o dejar de hacer esas cosas, si no que se le está enseñando a que juzgue
sus propias acciones en función de lo aceptable-rechazable que estas puedan ser
de cara a una autoridad externa, en este caso la iglesia encargada de velar por
el cumplimiento de la doctrina cristiana o, en última instancia, el propio Dios.
El niño entenderá el pecado no como un acto malo en sí mismo, si no como un acto
rechazable a los ojos de Dios, lo cual lo convierte automáticamente en malo.
Pero el criterio moral no será la relación establecida entre lo bueno y lo malo,
si no entre lo rechazable y lo aceptable, en este caso ante los ojos de Dios.
Así, las sociedades que durante tantos siglos han tomado el catolicismo como
fuente de la ley y de la convivencia social actuaban exactamente de la misma
manera que lo hace ahora el capitalismo, es decir, sometiendo al sujeto a través
de la sumisión moral de su consciencia.
Dicho de otro modo, aquí es donde reside
el origen de lo que Marx llamara “el opio del pueblo”, y que yo no relaciono
exclusivamente con un asunto religioso, sino con una cuestión de sentido[2]: Con
la pérdida de fe en la religión, con la denominada “muerte de Dios”, en éste,
como en otros muchos casos, la figura del altísimo ha sido reemplazada por la
figura de la imposición social, pero finalmente el mecanismo de sumisión de las
conciencias a la moralidad establecida sigue siendo el mismo. Si decadente era
el dominio moral del cristianismo sobre las consciencias de los hombres de la
antigüedad, mucho peor es el dominio moral y cultural que el capitalismo y la
sociedad de consumo inflingen sobre el actual sujeto humano occidentalizado.
Ciertamente, lo uno no deja de ser una consecuencia directa de lo otro, y el
vacío que la aparente “muerte de Dios” dejara en nuestras consciencias
acostumbradas a la esclavitud, ha sido sabiamente rellenado por los valores
propios de la actual sociedad occidental, moralmente cristianizada y
culturalmente capitalizada por el consumismo y los estereotipos sociales propios
del capitalismo.
El gran triunfo del capitalismo en este siglo XX ha sido
generar un sistema socio-cultural capacitado para, en apariencia, dotar de
sentido la existencia del sujeto. La muerte de Dios es la idea central de la
modernidad, la que ancla todo cambio y desarrollo de la misma, incluso su propio
declive. Una muerte de Dios que se da en las conciencias de los sujetos, de uno
en uno, de manera individual. Por eso era necesario que previamente se hubiera
dado el giro subjetivista que nos introduce Descartes con su “pienso, luego
existo”. En un escenario filosófico donde el sujeto no se hubiera vuelto hacia
sí mismo, hacia su propia conciencia autorreflexiva, Dios no hubiera podido
morir. Porque Dios no está fuera del sujeto, o tal vez lo esté en su existencia
objetiva, pero la influencia de su figura sobre los hombres y la historia no
está afuera, sino adentro, bien adentro del sujeto, en la base misma de su
consciencia.
Por eso, Dios no se mata afuera del sujeto, de hecho sus
instituciones representativas siguen existiendo y teniendo gran capacidad de
influencia política y social. Dios se mata adentro del sujeto, de ahí que
Nietzsche[3] nos acuse a todos de ser sus asesinos. Dios deja de ser la
estructura cognitiva central en la mente del sujeto, la idea sobre la que el
sujeto ancla el sentido del mundo y, más aun, de su propia existencia. Dios se
desploma de su trono en la mente de los individuos. De igual manera que las
revoluciones burguesas triunfantes hacen de los reyes simples ciudadanos
incapaces de regir el poder y elaborar las leyes, la muerte de Dios es una
revolución interna del sujeto que hace de la idea de Dios, antaño reina y señora
de la mente, una más entre muchas, que carece de poder alguno para legitimar la
vida del individuo y, por supuesto, carece de valor para explicar el sentido del
mundo y de la vida.
Este es el panorama que se abre ante los ojos de los hombres en la modernidad,
un panorama de lucha y conflicto. Donde antes había estabilidad, ahora solo hay
conflicto y duda. Donde antes se hacía residir el sentido de la existencia en la
idea de Dios, ahora hay un vació que el hombre necesita llenar de alguna manera
para no desesperarse. Dios como Almohada, como colchón donde hacer reposar la
cabeza para descansar cómodamente. Es lo que se busca, lo que, por ejemplo,
busca Unamuno tras su crisis del 97. Y si no es Dios esta almohada, que sea
cualquier otra cosa, pero el hombre no aguanta la idea de la nada, la idea de la
absurdez y el sin sentido de la vida. Por eso la modernidad es una etapa de
lucha, de enfrentamientos, de conflictos. Conflictos internos del sujeto que se
reflejan en el mundo externo. De las ruinas de Dios surgen sistemas de sentido
alternativos a los que el sujeto puede agarrarse.
El Marxismo, el socialismo
utópico, el anarquismo, el totalitarismo, el nacional-fascismo, los nacionalismos
democráticos, el capitalismo y su empuje hacia la victoria del yo frente al
nosotros, sistemas sociales todos ellos que responden a la necesidad del hombre
de vivir por y para una meta, de encuadrarse bajo un parámetro superior de
sentido que lo saque de la vida absurda. Así la modernidad es el reflejo de la
muerte de Dios y la lucha del hombre por escapar de la crudeza existencial que
ello conlleva. Mientras el hueco dejado por Dios en las mentes de los
hombres estuvo vacante, hubo luchas y enfrentamientos, la gente creía en las
ideologías y las buscaba, estaba incluso dispuesta a dar su vida por ellas. Pero
el desarrollo del siglo XX, fundamentalmente después de la victoria de los
aliados en la segunda guerra mundial, y en especial con el final de la guerra
fría y la caída del muro de Berlín en 1989, un nuevo sistema de esclavitud
moral, social y cultural, introducido en la mente de los sujetos como un sistema
de sentido general de la vida, se ha apoderado del poder de esclavizar las
consciencias. Este sistema no es otro que el sistema consumista-capitalista. Y
aquí es donde la moralidad de los valores estéticos encaja perfectamente con el
funcionamiento del sistema capitalista.
Los sujetos que nos desarrollamos en sociedades dominadas por este tipo de
sistemas consumistas-capitaistas, crecemos entre una multitud de estímulos
mediáticos y publicitarios que van determinando el sentido de nuestras vidas, el
cómo debemos vivirlas para que estas dejen de ser absurdas y se conviertan en
útiles moral, social y culturalmente. Nacer, crecer, estudiar una carrera,
buscar un trabajo, enamorarse y formar una familia, tener hijos, comprar una
casa y un coche, ver la televisión, fútbol y programas basura del corazón,
siempre con la idea de dar un pelotazo que nos haga ricos y que nos permita
codearnos con lo mejor de la sociedad. Y todo ello aderezado por una buena dosis
de respeto a la norma social establecida. Nuestra aspiración es una vida cómoda
y acomodada, y creemos que lo único que dota de sentido a nuestras vidas es
lucha por ello. Los padres se quedan tranquilos cuando sus hijos cumplen los
deseos que ellos mismos le han proyectado a manera de exigencias.
Nuestra vida
carece de autonomía, como carecía de autonomía la vida del sujeto que se
desarrolla en el mundo conforme a las ordenes de Dios, nuestra vida solo
satisface las ordenes morales, sociales y culturales que se nos inculcan
sistemáticamente desde los medios de comunicación y los poderes establecidos. Es
esa continua delimitación de conceptos que diariamente se nos ofrecen a través
de los medios de comunicación y la publicidad,es decir, la diferenciación entre
normales y radicales, normales y violentos, normales y extravagante, normales y
peligrosos, normales y ricos y pobres, normales y el resto de todos los
estereotipos que nos invaden (normales, siempre normales los que someten sin
rechistar al sistema), lo que condiciona nuestra actitud estética ante la
moralidad. Lo estético y lo normal son una misma cosa.
Sé una persona normal y
guardarás las apariencias, evitarás las críticas y regañinas de tus
conciudadanos y familiares, nos dicen. De alguna manera nos hacen ver que ahí
reside el sentido de nuestras vidas, en ser personas normales, ya se sabe:
trabajo, casa, familia, hijos, coche, hipoteca, no sacar los pies del tiesto y
mucha comodidad y conformidad, sobre todo conformidad. La idea que fluye es que
si quieres tener una vida estable y cómoda no te queda más remedio que adaptarte
a la normalidad, y si quieres ganarte el respeto moral de tus congéneres no te
queda más remedio que respetar su normas morales, sin entrar a valorar si estas
son erróneas o acertadas. Ese es el sentido de nuestras vidas, la normalidad,
ser normales, hacer y decir lo que la mayoría hace y dice, es decir, no
cuestionar el sistema y dejarse arrastrar por las falsas necesidades y las
comodidades.
Ahora, como antes lo fuera la idea de Dios, de la cual se hacían
brotar las normas morales, la idea de ser una persona normal, con una vida
cómoda y estable, se establece en el centro mismo de nuestra mente, la preside y
la reina, la organiza social y culturalmente. Todo lo de afuera se confraterniza
para hacer girar nuestra vida en torno a esta idea, desde las primeras
enseñanzas de nuestros padres o el sistema educativo, a los millones de
estímulos mediáticos y publicitarios que recibimos a diario. Se normal y serás
feliz, tu vida tiene sentido así, ese es el mensaje continuo y constante que
recibimos, y de ahí es de donde se hacen depender nuestros valores morales: pura
apariencia estética carente de una verdadera reflexión ética.
Así que este es, en mi modesta opinión, el gran triunfo del capitalismo en el
siglo XX, el haber sido capaz de llenar el hueco dejado por la idea de Dios en
la consciencia de los hombres como dador de sentido existencial y de
significación moral, mediante la introducción en él de un estilo de vida
sistemático que hace creer al sujeto que el simple hecho de seguirlo, de
encaminar su vida y sus aspiraciones hacia él, será señal de estabilidad y
comodidad, señal de una vida feliz. Se asemeja la felicidad con el seguimiento
de este camino – ya se sabe, la familia feliz de todo anuncio de televisión-, y
se dota de sentido la vida del sujeto mediante la introducción en este de los
valores sociales, culturales y, sobre todo, morales propios del sistema y el
empuje sistemático a reproducirlos y satisfacerlos.
El sentido de la vida es la búsqueda de la felicidad, y la felicidad no es otra cosa que el satisfacer las metas sociales y morales marcadas por el propio sistema. Si logras eso serás feliz, he ahí el sentido de tu vida. Este es el mensaje que el sistema consumista-capitalista ha conseguido poner en el hueco donde antes residía Dios como dador de sentido, simplemente con sustituir sus valores por los anteriores, y, por supuesto, asegurándose que el paso que el sujeto da desde el segundo al tercer escalón del desarrollo moral, desde la etapa del aprendizaje moral al de la responsabilidad ética, carezca por completo de una revisión crítica de lo aprendido. El capitalismo enseña al niño qué es lo bueno y lo malo, qué debe hacer para estar en paz con la sociedad y qué no, pero no lo hacer por cuestiones éticas, sino por puros y duros intereses de dominio y sometimiento de la persona al sistema, sometimiento que asegure que los poderes fácticos no pierdan ni uno solo de sus privilegios.
Finalmente, por retomar el tema estrictamente moral, decir que la diferencia es
que en una sociedad marcadamente religiosa, donde los valores morales se asocian
con la figura de Dios como autoridad externa que valora lo aceptable o
rechazable de un comportamiento, difícilmente se puede dar el caso de sujetos
que acaban por reducir toda su moralidad a lo aceptable o rechazable de un acto
ante sí mismos, ya que la figura de Dios ejerce un poder coercitivo casi
absoluto que muy pocas veces genera en el sujeto el valor suficiente como para
revelarse contra él. Sin embargo, no ocurre lo mismo en el caso de la sociedad
de nuestros días, donde la valoración social no es un criterio lo
suficientemente coercitivo como para que los adolescentes no tengan la osadía de
revelarse contra ello.
A pesar de esto, no nos engañemos, la rebeldía del sujeto
contra la sociedad suele ser tan solo una apariencia que afecta, si acaso, a los
aspectos más superficiales de la sumisión del niño al entorno que le rodea,
aunque pocas veces pase de ahí hasta situarse en las capas más profundas de
dicha sumisión, el propio sistema ya se encarga de ello, revalorizando la imagen
del adolescente “rebelde” (que domina el grupo y sigue las modas “alternativas”,
que no obedece las normas más elementales de convivencia familiar, etc.), y
dándole en sus series de televisión para adolescentes una apariencia de éxito.
Así pues, a diferencia de los sistemas religiosos de imposición social
obligatoria, donde difícilmente el sujeto encontrará los argumentos y el valor
suficiente como para rebelarse contra ello, pero que cuando es capaz de hacerlo
lo hace de manera absoluta –ya que al revelarse contra el paternalismo de Dios
el sujeto se revela también contra todo lo que ello representa-, en la sociedad
de nuestros días el sujeto suele encontrar –sobre todo en la etapa final de su
adolescencia- motivos más que sobrados para rebelarse contra la norma
establecida, aunque esa revuelta suele afectar solo a aspectos concreto de la
vida del sujeto, sin entrar en una raíz que arrastre a todo lo demás, ni
cuestionar la mayor parte de los mecanismos sociales y culturales con que la
sociedad somete al sujeto.
Es decir, la rebeldía adolescente en el capitalismo,
no es una rebeldía contra el sistema, es, todo lo contrario, una parte más de
los mecanismos del sistema para aplacar todo posible ímpetu revolucionario que
pueda surgir en los ciudadanos que se sientan desagraviados o incómodos con el
cumplimiento obligatorio de los valores morales estéticos imperantes por
doquier.
Notas:
[1] http://www.kaosenlared.info/noticia.php?id_noticia=43889
[2] http://www.rebelion.org/noticia.php?id=47653
[3] Así habló Zaratustra. Friedrich Nietzsche (1883-1885)