La felicidad burguesa y el sufrimiento del marginado
La felicidad burguesa y el sufrimiento del marginado
Texto:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=81746
Pedro Antonio Honrubia Hurtado
Saben esos días en que uno no se encuentra de humor para afrontar los avatares
del mundo, esos días que amanecen entre obscuros y grises, esos días que no hay
ánimos para esgrimir una sonrisa en la intimidad. Sí, esos días que tenemos
todos de vez en cuando, y, al menos, una vez en la vida. Cuando se recibe una
noticia trágica, cuando muere un familiar, cuando se rompe un sueño, en
definitiva, cuando nos vienen mal dadas. Son esos días que se llenan de
sufrimiento se quiera o no se quiera. Esos días, inevitables días. Días de
llanto. Pues en esos días es cuando más evidente se hace la felicidad forzada y
figurada que nos rodea por doquier.
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Digo todo esto porque me comentaba hoy una amiga una experiencia de esas que te
hacen reflexionar. Había tenido un mal día, un día de esos que comienzan con una
noticia triste que no te permite levantar el vuelo en toda la jornada, una de
esas noticias que nos estremecerían a cualquiera. Me contaba lo mal que se había
sentido segundo a segundo, minuto a minuto, hora a hora durante casi todo el
día. Lo curioso del tema es que me decía que se había sentido mal por una doble
razón; la primera por la noticia recibida, dura pero superable, la segunda, la
que más le había frustrado según me aseguraba, por haber tenido que pasarse todo
el día fingiendo una aparente felicidad que en nada se correspondía con la
realidad, forzada por las circunstancias de su vida cotidiana.
Era como si
lloviese sobre mojado, me decía. De verdad que la entiendo; ¿quién no la
entiende?; Estar mal y tener que sentir la presión de una gente que te mira
esperando tu mejor sonrisa, deseosa de verte entregada, volcada con las
apariencias del buen trato. ¿Quién no ha vivido algo así? Qué inhumano.
Vivimos en una sociedad donde la creencia generalizada es que todo el mundo
tiene que ser feliz todo el rato, o, al menos, aparentarlo. En la sociedad de
las apariencias, la felicidad no se podía quedar al margen. Estar triste no está
bien visto. Estar tiste, abatido, decaído, es síntoma de decadencia. No importa
cuán duro haya podido ser su día, ni cual tormentosas puedan ser sus
circunstancias vitales, usted entrará también en el saco del que puede y debe
ser feliz todo el rato o, al menos, aparentarlo. Por eso si a usted alguien le
pregunta qué tal le va, por cortesía, su respuesta deberá ser siempre un...
¡bien, gracias! O un.. ¡ahí vamos, tirando!, como mucho. Nadie indagará que se
esconde detrás de esa respuesta. Es la normal, lo habitual, lo natural. Estar
bien o, al menos, no estar mal, es lo adecuado, lo inherente a su condición de
ser humano. Pruebe, en cambio, a responder que le va mal; las preguntas
indiscretas lloverán por todos lados. A nadie le interesará saber por qué le va
a usted bien, es lo común, lo habitual, pero, en cambio, todos querrán conocer
los motivos por los que ha respondido usted lo contrario, por qué va a
contracorriente, cómo osa mostrar su malestar en público. El mundo es un puto
anuncio de compresas y todos debemos bailar al son que nos marca la sonrisa en
la boca del prójimo. Todos debemos ser felices todo el tiempo o, al menos,
aparentarlo. ¡Qué lastre!
Reivindico desde aquí el derecho a estar triste, deprimido, a sufrir con las
circunstancias y a no tener que ocultarlo acomplejado por el qué dirán, el qué
pensarán. Es lo apropiado. Todos tenemos días buenos y días malos, todos pasamos
por malas experiencias en la vida, todos tenemos momentos donde el estar triste
no sólo es una necesidad, sino casi una obligación ¿Qué hay de malo en ello?
¿Por qué la sonrisa forzada y la carcajada gratuita de alguien que no conocemos
nos deben llenar más que su sincera mirada estremecida o su cara compungida
cuando ese ser está sufriendo? ¿Por qué nos atormenta tanto el sufrimiento del
prójimo? ¿No es la tristeza, el sufrimiento, el malestar existencial, etc. un
sentimiento tan cotidiano como la alegría o la felicidad? Me atrevería a decir
que incluso más. ¿Por qué entonces huimos despavoridos del sufrimiento ajeno, y
aún del nuestro propio, y vivimos forzados en todo momento a fingir una supuesta
felicidad que las más de las veces no es más que mera apariencia? ¿Por qué
volverle la espalda al sufrimiento?
¿Será acaso que el concepto de la felicidad que manejamos en esta sociedad
enferma no es más que una idea egoísta de la misma? La felicidad del yo, el yo y
después otra vez el yo, luego ya si acaso también los míos, no más. La felicidad
del burro con anteojeras. La felicidad del que no ve más allá de su propio
ombligo. La felicidad del burgués. La felicidad del problema concreto del tener
frente al problema global del ser. La felicidad del que no ve, ni piensa, ni
siente más que por sí mismo, para sí mismo. La felicidad que hace al hombre como
hombre desde su propio yo, desde sí mismo, del que se mueve en un mar de
apariencias donde la debilidad del sufrimiento no puede dejarse entrever de
puertas para afuera. La felicidad que no se centra en el otro, en el excluido,
en el que sufre, en el marginado, en el desposeído. Ellos allí, yo aquí, feliz,
al menos en apariencia; no puedo ser como ellos. Es la felicidad burguesa, la
felicidad del confort, la felicidad del tanto tienes, tanto vales, la felicidad
de la sonrisa de marca de dentífrico y el lujo de la apariencia de cara a la
galería. Que nadie airé tus miserias. Para dar pena con su sufrimiento ya están
los otros, esos otros a los cuales tú no perteneces; el pobre, el marginal, el
humillado, el condenado.
Decía el Che aquello de "sean capaces siempre de sentir, en lo más hondo,
cualquier injusticia realizada contra cualquiera, en cualquier parte del mundo.
Es la cualidad más linda del revolucionario." Pero, ¿quién podría soportar tanto
sufrimiento? Es mucho mejor vivir para el yo, el yo y después también el yo.
Quien sufra, que sufra en silencio. Que no perturbe la paz de los cementerios en
la que habitan nuestras alienadas consciencias burguesas. ¿Quién en su sano
juicio podría ser feliz sabiendo que allá en el mundo, ese mundo que va más allá
de tu ombligo, lo que abunda de verdad es el sufrimiento, el cruel y tormentoso
sufrimiento? Es mejor no verlo, no mirarlo, no sentirlo, no palparlo, empezando
para ello, como una obligación más, por uno mismo, empezando desde la negación
de cara al público de su propio sufrimiento. No, yo no soy como ellos. Yo soy un
ciudadano normal, con su felicidad inherente, con su sonrisa impecable, su buen
trato, sus dientes blancos y brillantes que mostrar al público (aunque sean
amarillos y putrefactos). El sufrimiento es eso que asociamos con lo marginal,
lo excluido, lo decadente de la sociedad. Está mal visto. Ellos allí, nosotros
aquí. Que sufran por nosotros, ya pasaremos por su lado con nuestra mejor
sonrisa para que no queden dudas de quién está en un bando y quién en el otro.
Eso sí, tampoco ellos tienen derecho a quejarse ni a manifestar su sufrimiento.
Si lo hacen serán tachados de subversivos. Peor aún, de anti-sistemas. Y quién
se atreva a sufrir con ellos será tachado de algo mucho más grave todavía; de
traidor a la causa burguesa. Todos sabemos que sufren pero a nadie debe
importarle. También sufro yo y no por eso lo digo. No lo ves, cada día voy a mi
trabajo con mi mejor sonrisa, aunque no tenga gana ni de mover un dedo,
agarrotado por el sufrimiento. ¡Que no se quejen! En la sociedad de las
apariencias, la felicidad no puede quedar al margen. Tampoco para ellos. Los
únicos que sí pueden quedar al margen de tal sociedad son ellos mismos en cuanto
tales; los excluidos, los marginados, los empobrecidos. Y cuanto más al margen,
mejor. Lo perfecto sería no saber nada de ellos. Que se queden allí, lejos, con
su sufrimiento. Yo estaré aquí con mi mejor sonrisa brindando por mi gran
fortuna y ya de paso por su desdicha, que no es la mía. ¡Y es que esa es
precisamente mi fortuna! Que su desdicha no es la mía.
Yo tengo derecho a ser feliz, más aún, todos tenemos derecho a serlo o, al
menos, a aparentarlo. Esa es la norma de la felicidad burguesa imperante por
doquier. Aunque, a la hora de la verdad, todos sabemos que el sufrimiento es
parte inherente de la vida, que no hay nada malo en ello cuando es pasajero, que
manifestarlo no ofende ni daña a nadie, mucho menos a uno mismo. En cambio,
cuando tal condición de sufrimiento es perenne, ya es otro tema, mucho más
serio. ¡No!, ¡No todos podemos ser felices todo el tiempo! Es algo demostrado
por siglos y siglos de historia humana. Es más, algunas personas ni si quiera
tienen derecho a serlo a tiempo parcial; son ellos, los excluidos, los
marginados, los empobrecidos, los parias del sistema. Pero qué importa eso. En
la sociedad perfecta, donde todo es perfecto, donde el hombre es libre como
nunca antes en la historia, donde todos gozamos de los mismos derechos y
oportunidades, la felicidad es norma generalizada. Pobre de aquel que no sea
feliz en el capitalismo, con el capitalismo. Tras tu sonrisa estará tu monedero.
También sus muertos, sus excluidos y sus marginados. Pero eso es mejor no verlo.
Sigue sonriendo.