El imperio del consumo. Eduardo Galeano
El imperio del consumo. Eduardo Galeano.
Texto:
http://latinoamericana.org/2005/textos/castellano/Galeano.htm
La explosión del consumo en el mundo actual mete más
ruido que todas las guerras y arma más alboroto que
todos los carnavales. Como dice un viejo proverbio
turco, quien bebe a cuenta, se emborracha el doble. La
parranda aturde y nubla la mirada; esta gran borrachera
universal parece no tener límites en el tiempo ni en el
espacio. Pero la cultura de consumo suena mucho, como el
tambor, porque está vacía; y a la hora de la verdad,
cuando el estrépito cesa y se acaba la fiesta, el
borracho despierta, solo, acompañado por su sombra y por
los platos rotos que debe pagar. La expansión de la
demanda choca con las fronteras que le impone el mismo
sistema que la genera.
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El sistema necesita mercados cada
vez más abiertos y más amplios, como los pulmones
necesitan el aire, y a la vez necesita que anden por los
suelos, como andan, los precios de las materias primas y
de la fuerza humana de trabajo. El sistema habla en
nombre de todos, a todos dirige sus imperiosas órdenes
de consumo, entre todos difunde la fiebre compradora;
pero ni modo: para casi todos esta aventura comienza y
termina en la pantalla del televisor. La mayoría, que se
endeuda para tener cosas, termina teniendo nada más que
deudas para pagar deudas que generan nuevas deudas, y
acaba consumiendo fantasías que a veces materializa
delinquiendo.
El derecho al derroche, privilegio de
pocos, dice ser la libertad de todos. Dime cuánto
consumes y te diré cuánto vales. Esta civilización no
deja dormir a las flores, ni a las gallinas, ni a la
gente. En los invernaderos, las flores están sometidas a
luz continua, para que crezcan más rápido. En la
fábricas de huevos, las gallinas también tienen
prohibida la noche. Y la gente está condenada al
insomnio, por la ansiedad de comprar y la angustia de
pagar. Este modo de vida no es muy bueno para la gente,
pero es muy bueno para la industria farmacéutica.
EEUU
consume la mitad de los sedantes, ansiolíticos y demás
drogas químicas que se venden legalmente en el mundo, y
más de la mitad de las drogas prohibidas que se venden
ilegalmente, lo que no es moco de pavo si se tiene en
cuenta que EEUU apenas suma el cinco por ciento de la
población mundial.
«Gente infeliz, la que vive comparándose», lamenta
una mujer en el barrio del Buceo, en Montevideo. El
dolor de ya no ser, que otrora cantara el tango, ha
dejado paso a la vergüenza de no tener. Un hombre pobre
es un pobre hombre. «Cuando no tenés nada, pensás que no
valés nada», dice un muchacho en el barrio Villa Fiorito,
de Buenos Aires. Y otro comprueba, en la ciudad
dominicana de San Francisco de Macorís: «Mis hermanos
trabajan para las marcas. Viven comprando etiquetas, y
viven sudando la gota gorda para pagar las cuotas».
Invisible violencia del mercado: la diversidad es
enemiga de la rentabilidad, y la uniformidad manda. La
producción en serie, en escala gigantesca, impone en
todas partes sus obligatorias pautas de consumo. Esta
dictadura de la uniformización obligatoria es más
devastadora que cualquier dictadura del partido único:
impone, en el mundo entero, un modo de vida que
reproduce a los seres humanos como fotocopias del
consumidor ejemplar.
El consumidor ejemplar es el hombre quieto. Esta
civilización, que confunde la cantidad con la calidad,
confunde la gordura con la buena alimentación. Según la
revista científica The Lancet, en la última década la
«obesidad severa» ha crecido casi un 30 % entre la
población joven de los países más desarrollados. Entre
los niños norteamericanos, la obesidad aumentó en un 40%
en los últimos dieciséis años, según la investigación
reciente del Centro de Ciencias de la Salud de la
Universidad de Colorado.
El país que inventó las comidas
y bebidas light, los diet food y los alimentos fat free,
tiene la mayor cantidad de gordos del mundo. El
consumidor ejemplar sólo se baja del automóvil para
trabajar y para mirar televisión. Sentado ante la
pantalla chica, pasa cuatro horas diarias devorando
comida de plástico.
Triunfa la basura disfrazada de comida: esta industria está conquistando los paladares del mundo y está haciendo trizas las tradiciones de la cocina local. Las costumbres del buen comer, que vienen de lejos, tienen, en algunos países, miles de años de refinamiento y diversidad, y son un patrimonio colectivo que de alguna manera está en los fogones de todos y no sólo en la mesa de los ricos. Esas tradiciones, esas señas de identidad cultural, esas fiestas de la vida, están siendo apabulladas, de manera fulminante, por la imposición del saber químico y único: la globalización de la hamburguesa, la dictadura de la fast food. La plastificación de la comida en escala mundial, obra de McDonald’s, Burger King y otras fábricas, viola exitosamente el derecho a la autodeterminación de la cocina: sagrado derecho, porque en la boca tiene el alma una de sus puertas. |
El campeonato mundial de fútbol del 98 nos confirmó,
entre otras cosas, que la tarjeta MasterCard tonifica
los músculos, que la Coca-Cola brinda eterna juventud y
que el menú de McDonald’s no puede faltar en la barriga
de un buen atleta. El inmenso ejército de McDonald’s
dispara hamburguesas a las bocas de los niños y de los
adultos en el planeta entero. El doble arco de esa M
sirvió de estandarte, durante la reciente conquista de
los países del Este de Europa. Las colas ante el
McDonald’s de Moscú, inaugurado en 1990 con bombos y
platillos, simbolizaron la victoria de Occidente con
tanta elocuencia como el desmoronamiento del Muro de
Berlín.
Un signo de los tiempos: esta empresa, que encarna
las virtudes del mundo libre, niega a sus empleados la
libertad de afiliarse a ningún sindicato. McDonald’s
viola, así, un derecho legalmente consagrado en los
muchos países donde opera. En 1997, algunos
trabajadores, miembros de eso que la empresa llama la
Macfamilia, intentaron sindicalizarse en un restorán de
Montreal en Canadá: el restorán cerró. Pero en el 98,
otros empleados e McDonald’s, en una pequeña ciudad
cercana a Vancouver, lograron esa conquista, digna de la
Guía Guinness.
Las masas consumidoras reciben órdenes en un idioma
universal: la publicidad ha logrado lo que el esperanto
quiso y no pudo. Cualquiera entiende, en cualquier
lugar, los mensajes que el televisor transmite. En el
último cuarto de siglo, los gastos de publicidad se han
duplicado en el mundo. Gracias a ellos, los niños pobres
toman cada vez más Coca-Cola y cada vez menos leche, y
el tiempo de ocio se va haciendo tiempo de consumo
obligatorio. Tiempo libre, tiempo prisionero: las casas
muy pobres no tienen cama, pero tienen televisor, y el
televisor tiene la palabra. Comprado a plazos, ese
animalito prueba la vocación democrática del progreso: a
nadie escucha, pero habla para todos. Pobres y ricos
conocen, así, las virtudes de los automóviles último
modelo, y pobres y ricos se enteran de las ventajosas
tasas de interés que tal o cual banco ofrece. Los
expertos saben convertir a las mercancías en mágicos
conjuntos contra la soledad. Las cosas tienen atributos
humanos: acarician, acompañan, comprenden, ayudan, el
perfume te besa y el auto es el amigo que nunca falla.
La cultura del consumo ha hecho de la soledad el más
lucrativo de los mercados. Los agujeros del pecho se
llenan atiborrándolos de cosas, o soñando con hacerlo. Y
las cosas no solamente pueden abrazar: ellas también
pueden ser símbolos de ascenso social, salvoconductos
para atravesar las aduanas de la sociedad de clases,
llaves que abren las puertas prohibidas. Cuanto más
exclusivas, mejor: las cosas te eligen y te salvan del
anonimato multitudinario.
La publicidad no informa sobre
el producto que vende, o rara vez lo hace. Eso es lo de
menos. Su función primordial consiste en compensar
frustraciones y alimentar fantasías: ¿En quién quiere
usted convertirse comprando esta loción de afeitar? El
criminólogo Anthony Platt ha observado que los delitos
de la calle no son solamente fruto de la pobreza
extrema. También son fruto de la ética individualista.
La obsesión social del éxito, dice Platt, incide
decisivamente sobre la apropiación ilegal de las cosas.
Yo siempre he escuchado decir que el dinero no produce
la felicidad; pero cualquier televidente pobre tiene
motivos de sobra para creer que el dinero produce algo
tan parecido, que la diferencia es asunto de
especialistas.
Según el historiador Eric Hobsbawm, el siglo XX puso fin a siete mil años de vida humana centrada en la agricultura desde que aparecieron los primeros cultivos, a fines del paleolítico. La población mundial se urbaniza, los campesinos se hacen ciudadanos. En América Latina tenemos campos sin nadie y enormes hormigueros urbanos: las mayores ciudades del mundo, y las más injustas. Expulsados por la agricultura moderna de exportación, y por la erosión de sus tierras, los campesinos invaden los suburbios. Ellos creen que Dios está en todas partes, pero por experiencia saben que atiene den las grandes urbes. Las ciudades prometen trabajo, prosperidad, un porvenir para los hijos. |
En los
campos, los esperadores miran pasar la vida, y mueren
bostezando; en las ciudades, la vida ocurre, y llama.
Hacinados en tugurios, lo primero que descubren los
recién llegados es que el trabajo falta y los brazos
sobran, que nada es gratis y que los más caros artículos
de lujo son el aire y el silencio. Mientras nacía el
siglo XIV, fray Giordano da Rivalto pronunció en
Florencia un elogio de las ciudades. Dijo que las
ciudades crecían «porque la gente tiene el gusto de
juntarse». Juntarse, encontrarse. Ahora, ¿quién se
encuentra con quién? ¿Se encuentra la esperanza con la
realidad? El deseo, ¿se encuentra con el mundo? Y la
gente, ¿se encuentra con la gente?
Si las relaciones
humanas han sido reducidas a relaciones entre cosas,
¿cuánta gente se encuentra con las cosas? El mundo
entero tiende a convertirse en una gran pantalla de
televisión, donde las cosas se miran pero no se tocan.
Las mercancías en oferta invaden y privatizan los
espacios públicos. Las estaciones de autobuses y de
trenes, que hasta hace poco eran espacios de encuentro
entre personas, se están convirtiendo ahora en espacios
de exhibición comercial.
El shopping center, o shopping mall, vidriera de
todas las vidrieras, impone su presencia avasallante.
Las multitudes acuden, en peregrinación, a este templo
mayor de las misas del consumo. La mayoría de los
devotos contempla, en éxtasis, las cosas que sus
bolsillos no pueden pagar, mientras la minoría
compradora se somete al bombardeo de la oferta incesante
y extenuante. El gentío, que sube y baja por las
escaleras mecánicas, viaja por el mundo: los maniquíes
visten como en Milán o París y las máquinas suenan como
en Chicago, y para ver y oír no es preciso pagar pasaje.
Los turistas venidos de los pueblos del interior, o de
las ciudades que aún no han merecido estas bendiciones
de la felicidad moderna, posan para la foto, al pie de
las marcas internacionales más famosas, como antes
posaban al pie de la estatua del prócer en la plaza.
Beatriz Solano ha observado que los habitantes de los
barrios suburbanos acuden al center, al shopping center,
como antes acudían al centro. El tradicional paseo del
fin de semana al centro de la ciudad, tiende a ser
sustituido por la excursión a estos centros urbanos.
Lavados y planchados y peinados, vestidos con sus
mejores galas, los visitantes vienen a una fiesta donde
no son convidados, pero pueden ser mirones.
Familias
enteras emprenden el viaje en la cápsula espacial que
recorre el universo del consumo, donde la estética del
mercado ha diseñado un paisaje alucinante de modelos,
marcas y etiquetas. La cultura del consumo, cultura de
lo efímero, condena todo al desuso mediático. Todo
cambia al ritmo vertiginoso de la moda, puesta al
servicio de la necesidad de vender. Las cosas envejecen
en un parpadeo, para ser reemplazadas por otras cosas de
vida fugaz. Hoy que lo único que permanece es la
inseguridad, las mercancías, fabricadas para no durar,
resultan tan volátiles como el capital que las financia
y el trabajo que las genera.
El dinero vuela a la
velocidad de la luz: ayer estaba allá, hoy está aquí,
mañana quién sabe, y todo trabajador es un desempleado
en potencia. Paradójicamente, los shoppings centers,
reinos de la fugacidad, ofrecen la más exitosa ilusión
de seguridad. Ellos resisten fuera del tiempo, sin edad
y sin raíz, sin noche y sin día y sin memoria, y existen
fuera del espacio, más allá de las turbulencias de la
peligrosa realidad del mundo.
Los dueños del mundo usan al mundo como si fuera
descartable: una mercancía de vida efímera, que se agota
como se agotan, a poco de nacer, las imágenes que
dispara la ametralladora de la televisión y las modas y
los ídolos que la publicidad lanza, sin tregua, al
mercado. Pero, ¿a qué otro mundo vamos a mudarnos?
¿Estamos todos obligados a creernos el cuento de que
Dios ha vendido el planeta unas cuantas empresas, porque
estando de mal humor decidió privatizar el universo? La
sociedad de consumo es una trampa cazabobos. Los que
tienen la manija simulan ignorarlo, pero cualquiera que
tenga ojos en la cara puede ver que la gran mayoría de
la gente consume poco, poquito y nada necesariamente,
para garantizar la existencia de la poca naturaleza que
nos queda. La injusticia social no es un error a
corregir, ni un defecto a superar: es una necesidad
esencial. No hay naturaleza capaz de alimentar a un
shopping center del tamaño del planeta.
Autor: Eduardo Galeano
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