El miedo a la libertad. Erich Fromm
El miedo a la libertad.
Extracto del libro "El miedo a la libertad" de Erich
Fromm
En nuestra sociedad se desaprueban, en general, las emociones. Si
bien pueden caber muy pocas dudas de que todo pensamiento creador,
así como cualquier otra actividad espontánea, se hallan
inseparablemente ligados a las emociones, el vivir y el pensar sin
ellas ha sido erigido en ideal. Ser «emotivo» se ha vuelto sinónimo
de ser enfermizo o desequilibrado. Al aceptar esta norma, el
individuo se ha debilitado grandemente; su pensamiento ha resultado
empobrecido y achatado. Por otra parte, como las emociones no pueden
ser por entero eliminadas, ellas han de mantener una existencia
completamente separada del aspecto intelectual de la personalidad;
el sentimiento barato e insincero que el cine y la música popular
ofrecen a millones de sus clientes, hambrientos de emociones,
resultan ser la consecuencia de todo esto.
El niño así preparado ingresa en la escuela primaria o en la
superior. Quiero referirme brevemente a algunos de los métodos
educativos hoy en uso que dificultan el pensamiento original. El
primero es la importancia concedida a los hechos o, deberíamos
decir, a la información. Prevalece la superstición patética de que
sabiendo más y más hechos es posible llegar a un conocimiento de la
realidad. De este modo se descargan en la cabeza de los estudiantes
centenares de hechos aislados e inconexos; todo su tiempo y toda su
energía se pierden en aprender cada vez más hechos, de manera que
les queda muy poco lugar para ejercitar el pensamiento.
Una tergiversación idéntica a las de los sentimientos y emociones
sufre el pensamiento original. Desde los comienzos mismos de la
educación, el pensamiento original es desaprobado, llenándose la
cabeza la gente con pensamientos preparados. Cómo se logra esto con
los niños pequeños, es cosa muy fácil de observar. Llenos de
curiosidad acerca del mundo, quieren asirlo física e
intelectualmente. Se hallan deseosos de conocer la verdad, puesto
que ésa es la manera más segura para orientarse en un mundo extraño
y poderoso. Pero no se los toma en serio, y a este respecto poco
importa la forma que asuma tal actitud: de abierta desatención o de
sutil condescendencia (forma usual de tratar a todos aquellos que
carecen de poder, tales como los niños, los ancianos o los
enfermos). Si bien este trato ya desalienta profundamente de por sí
el pensamiento independiente, hay también una dificultad mayor: la
insinceridad —a menudo no intencionada— tan típica de la conducta
del adulto medio hacia el niño. Tal falta de sinceridad se
manifiesta en parte en esa imagen ficticia del mundo que los
pequeños reciben de los mayores. Se trata de algo tan útil como lo
serían algunas instrucciones sobre la vida en el Ártico para alguien
que hubiese preguntado cómo prepararse para una expedición al
desierto del Sahara. Además de esta tergiversación del mundo,
existen muchas mentiras específicas que tienden a ocultar hechos
que, por distintas razones personales, los adultos no quieren dar a
conocer a los niños. Desde un mal humor, racionalizado como
descontento por la conducta del chico, hasta el ocultamiento de las
actividades sexuales de los padres y de sus disputas, siempre se
trata de hechos que los niños «deben ignorar», desaprobándose las
preguntas pertinentes de un modo hostil o amable.
Es cierto
que el pensar carente de un conocimiento adecuado de los hechos
sería vacío y ficticio; pero la «información» sin teoría puede
representar un obstáculo para el pensamiento tanto como su carencia.
Otra manera de desalentar el pensamiento original, estrechamente
ligada con la anterior, es la de considerar toda verdad como
relativa. Se considera la verdad como un concepto metafísico, y
cuando alguien habla del deseo de descubrir la verdad, los
pensadores «progresistas» de nuestra época lo tildan de
reaccionario. Se declara que la verdad es algo enteramente
subjetivo, casi un asunto de gustos. El esfuerzo científico debe
hallarse desvinculado de los factores subjetivos, y su fin es mirar
el mundo sin pasión ni interés. El sabio debe aproximarse a los
hechos con las manos esterilizadas, tal como un cirujano se acerca a
su paciente. Las consecuencias de este relativismo, que a menudo se
presenta en nombre del empirismo o del positivismo, o bien que se
caracteriza por su preocupación para el exacto empleo de las
palabras, son que el pensamiento pierde un estímulo esencial: los
deseos e intereses de la persona que piensa; en su lugar surge, por
el contrario, una máquina registradora de «hechos».
En realidad, así
como el pensamiento, en general, ha surgido de la necesidad de
dominar la vida material, la búsqueda de la verdad se arraiga en los
intereses y necesidades de los individuos y grupos sociales. Sin
tales intereses desaparecería todo estímulo de buscar la verdad.
Siempre existen grupos cuyos intereses se ven favorecidos por la
verdad, y sus representantes han sido los precursores del
pensamiento humano; y también hay otros grupos a quienes favorece,
por el contrario, el ocultamiento de lo verdadero. Solamente en este
último caso la existencia de algún interés resulta dañina para los
fines del conocimiento. El problema no consiste, por lo tanto, en el
hecho de la existencia de un interés comprometido en la búsqueda,
sino en la especie de interés implícito, en la actitud cognoscitiva.
Podríamos afirmar que en la medida en que exista algún anhelo de
verdad en los seres humanos, ese anhelo es fruto de la necesidad que
se alberga en todo hombre de conocer lo verdadero.
Otro modo de paralizar la capacidad de pensar críticamente lo
hallamos en la destrucción de toda imagen estructurada del mundo.
Los hechos pierden aquella calidad que poseen tan sólo en cuanto
constituyen parte de una estructura total, y conservan únicamente un
significado abstracto y cuantitativo; cada hecho no es otra cosa que
un hecho más, y todo lo que importa es si sabemos más o menos. La
radio, el cine y la prensa ejercen un efecto devastador a este
respecto. La noticia del bombardeo de una ciudad y la muerte de
centenares de personas es seguida o interrumpida, con todo descaro,
por un anuncio de propaganda sobre jabón o vino. El mismo
anunciador, con esa misma voz sugestiva, insinuante y autoritaria,
que acaba de emplear para convencernos de la seriedad de la
situación política, trata ahora de influir sobre su público acerca
del mérito de determinada marca de jabón, que ha pagado los gastos
de las noticias radiofónicas. Los noticieros cinematográficos nos
presentan muestras de la moda a continuación de escenas de buques
torpedeados. Los diarios se refieren a las ideas vulgares o a los
gustos alimentarios de alguna nueva estrella con la misma seriedad y
concediéndole el mismo espacio con que tratan los sucesos de
importancia científica o artística. A causa de todo esto dejamos de
interesarnos sinceramente por lo que oímos. Dejamos de excitarnos,
nuestras emociones y nuestro juicio crítico se ven dificultados, y
con el tiempo nuestra actitud con respecto a lo que ocurre en el
mundo va tomando un carácter de indiferencia y chatedad.
En nombre
de la «libertad» la vida pierde toda estructura, pues se la reduce a
muchas piezas pequeñas, cada una separada de las demás, y
desprovista de cualquier sentido de totalidad. El individuo se ve
abandonado frente a tales piezas como un niño frente a un
rompecabezas; con la diferencia, sin embargo, de que mientras éste
sabe lo que es una casa y, por tanto, puede reconocer sus partes en
las piezas del juego, el adulto no alcanza a ver el significado del
todo cuyos fragmentos han llegado a sus manos. Se halla perplejo y
asustado y tan sólo acierta a seguir mirando sus pequeñas piezas sin
sentido.
Lo que se ha dicho acerca de la carencia de originalidad en el
pensamiento y la emoción, también vale para la voluntad. Darse
cuenta de ello es especialmente difícil; en todo caso parecería que
el hombre moderno tuviese demasiados deseos, y que justamente su
único problema residiese en el hecho de que, si bien sabe lo que
quiere, no puede conseguirlo. Empleamos toda nuestra energía con el
fin de lograr nuestros deseos, y en su mayoría las personas nunca
discuten las premisas de tal actividad; jamás se preguntan si saben
realmente cuáles son sus verdaderos deseos. No se detienen a pensar
si los fines perseguidos representan algo que ellos, ellos mismos,
desean.
En la escuela quieren buenas notas, y cuando son adultos
desean lograr cada vez más éxito, acumular cada vez más dinero,
poseer más prestigio, comprar mejores automóviles, ir a los mejores
lugares, y cosas semejantes. Sin embargo, cuando, en medio de esta
actividad frenética, se detienen a pensar, hay una pregunta que
puede surgir en su espíritu: Si consigo este nuevo empleo, si compro
un coche mejor, si realizo este viaje... ¿qué habré obtenido? ¿Cuál
es verdaderamente el fin de todo esto? ¿Quiero, en realidad, todas
esas cosas? ¿No estaré persiguiendo algún propósito que debería
hacerme feliz y que, en verdad, se me escapa de las manos apenas lo
he alcanzado? Cuando surgen estas preguntas se siente uno espantado,
pues ponen en duda la base misma que sustenta toda la actividad del
hombre, el conocimiento de sus mismos deseos. Por eso la gente
tiende a liberarse lo más rápidamente posible de pensamientos tan
inquietantes. Piensan que tales preguntas han venido a molestarlos a
causa de algún cansancio o mal humor... y continúan así en la
persecución de aquellos fines que siguen considerando propios.
Y, sin embargo, todo esto apunta a una confusa revelación de la
verdad: que el hombre moderno vive bajo la ilusión de saber lo que
quiere, cuando, en realidad, desea únicamente lo que se supone
(socialmente) ha de desear. Para aceptar esta afirmación es menester
darse cuenta de que saber lo que uno realmente quiere no es cosa tan
fácil como algunos creen, sino que representa uno de los problemas
más complejos que enfrentan al ser humano. Es una tarea que tratamos
de eludir con todas nuestras fuerzas, aceptando fines ya hechos como
si fueran fruto de nuestro propio querer. El hombre moderno está
dispuesto a enfrentar graves peligros para lograr los propósitos que
se supone sean «suyos», pero teme profundamente asumir el riesgo y
la responsabilidad de forjarse sus propios fines.
A menudo se
considera la intensidad de la actividad como una prueba del carácter
autodeterminado de la acción, pero ya sabemos que esa conducta bien
podría ser menos espontánea que la de una persona hipnotizada o de
un actor. Conociendo la trama general de la obra, cada actor puede
representar vigorosamente la parte que le corresponde y hasta crear
por su cuenta frases y determinados detalles de la acción. Sin
embargo, no hace más que representar un papel que le ha sido
asignado.
Erich Fromm, "El miedo a la libertad"
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