Placer y felicidad
Placer y felicidad
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Más de una vez he oído noticias o leído artículos en los que se hablaba de
si ciertas personas eran más felices que otras, y todo se plasmaba en
estudios estadísticos. Curiosamente, en ninguno de esos artículos se define
de forma total y absoluta qué es la felicidad. Y es que: ¡ay! de aquel que
no sepa lo que es la felicidad, y sin embargo ¡ay! de la persona que intente
definirla.
Ciertamente, es difícil de definir. Como dijo el juez del Tribunal Supremo
de los EEUU, Potter Stewart, acerca de la pornografía: es difícil de
definir, pero “cuando la veo, sé lo que es”.
La felicidad puede implicar sexo, drogas y rock and roll, el clamor de la
multitud, la satisfacción del trabajo bien hecho, la buena comida, la buena
bebida y la buena conversación, o también lo que el psicólogo Mihaly
Csikszentmihalyi ha denominado “estado de flujo”, es decir, hallarse tan
absorto en algo que uno sabe hacer bien que apenas advierte el paso del
tiempo.
Pero quizás una tarea más interesante que definirla sea la de averiguar por
qué, desde el punto de vista evolutivo, nos preocupa tanto a los seres
humanos.
A simple vista, la respuesta parece evidente. La versión habitual es que la
felicidad surgió en parte para guiar nuestro comportamiento. En palabras del
psicólogo evolutivo Randolph Nesse, “Nuestro cerebro habría podido diseñarse
para que comer bien, tener relaciones sexuales, ser objeto de admiración y
observar el éxito de los propios hijos fueran experiencias aversivas; pero
cualquier antepasado cuyo cerebro hubiese estado diseñado así probablemente
no habría aportado gran cosa al acervo genético que convierte a la
naturaleza humana en lo que ahora es”.
En realidad, más que la felicidad, el placer es nuestra guía, como ya señaló
Freud y Aristóteles mucho antes que él. Sin placer, la especie no se
propagaría.
Y cuando hablamos de placer, entre otras cosas, hemos de hablar de sexo.
Sentir una inclinación hacia el sexo no es lo mismo que perseguirlo sin
cesar, prácticamente, hasta excluir todo lo demás. Todos conocemos anécdotas
de políticos, sacerdotes y gente corriente que se han arruinado la vida en
la implacable persecución del sexo. ¿Acaso se preguntaría un marciano si
nuestra necesidad de sexo contemporánea está tan mal calibrada como nuestra
necesidad de azúcar, sal y grasas?
La idea central del placer como motivador tiene sentido, pero el sistema del
placer en su conjunto es una chapuza. Si el placer debe guiarnos para
satisfacer las necesidades de nuestros genes, ¿por qué los humanos
desperdiciamos tanto tiempo en actividades que no están al servicio de estas
necesidades? Desde luego, puede que algunos hombres se lancen en paracaídas
para impresionar a las señoras, pero muchos de nosotros esquiamos,
practicamos el snowboard o conducimos temerariamente incluso cuando no nos
ve nadie. Debe haber una explicación para que una parte considerable de la
actividad humana ponga en riesgo la “aptitud reproductiva”.
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Resulta que la parte central del placer en nuestro cerebro se escinde en dos
partes. Por un lado, tenemos un sistema ancestral que es muy corto de vista
y que busca el beneficio a corto plazo. Es posible que se obtenga una ligera
satisfacción al renunciar caer en la tentación de, por ejemplo, comer un
pastel de chocolate, pero casi con toda seguridad, esa satisfacción es
insignificante en comparación con la que tendríamos al comerlo. Por muy
breve que fuera esta última satisfacción. A mis arterias les convendría que
me saltara el postre, pero esos mismos genes, debido a una falta de
previsión, nos han dado un cerebro que carece de la sabiduría necesaria para
burlar sistemáticamente la parte animal que hay en él. Una evidencia más de
que somos el producto de una evolución.
En un mundo ideal, desde la perspectiva de los genes, las partes de nuestro
cerebro que deciden qué nos causa placer deberían ser sumamente exigentes.
Por ejemplo, la fruta tiene azúcar y los mamíferos necesitamos azúcar. Tiene
sentido que hayamos desarrollado el gusto por la fruta.
Sin embargo, los sensores de azúcar no distinguen si viene de una fruta con
azúcar u otra cosa con igual sabor pero sin valor nutricional. De alguna
manera, estamos engañando a nuestros genes.
Y, quizás, donde más lo hacemos a nuestros genes, es en el sexo. Es una
motivación extraordinaria y parece claro que el placer que produce es
esencial para que se perpetúen las especies, particularmente, la nuestra. La
ironía es que la gente lo practica a menudo de maneras concebidas
intencionadamente para no producir niños.
Lo peor del placer es que no dura mucho tiempo. Una chocolatina nos hace
felices por un instante, pero pronto volvemos al estado de ánimo en el que
nos hallábamos antes de comerla. Esto es generalizable a todas las facetas
de la vida: nos adaptamos muy rápidamente a las nuevas situaciones. Por
ejemplo, los profesores adjuntos piensan que su felicidad futura depende de
obtener la titularidad y los que no la consiguen se sienten desgraciados.
Pero, por fortuna o por desgracia, este sentimiento también dura poco, y no
pasa mucho tiempo hasta que se adaptan y se acabó bien sea la felicidad o el
placer inicial o la desgracia.
Esa tendencia a acostumbrarnos a lo que nos está pasando se llama
técnicamente “adaptación”. Por ejemplo, es posible que el retumbar de los
camiones que pasan por una carretera cercana a nuestro lugar de trabajo nos
moleste al principio, pero con el tiempo aprendemos a oírlo sin que nos
moleste. Eso es adaptación. Podemos adaptarnos a molestias incluso peores,
sobre todo, las previsibles. Es por ello que un jefe que actúa como un
cretino todos los días puede ser en realidad menos irritante que uno que
actúa como un cretino con menos frecuencia pero a intervalos aleatorios.
En la medida en que algo sea una constante, podemos aprender a vivir con
ello. Nuestras circunstancias pueden ser importantes pero, a menudo y
gracias a la adaptación, son menos importantes de lo que pueda parecer.
Y que nadie me malinterprete: me gustaría que me tocara la lotería y espero
no padecer nunca una lesión grave; pero hay que decir también los ganadores
de la lotería se adaptan rápidamente a su recién adquirida riqueza y hay que
ver a gente como Christopher Reeve, que encuentran la forma de hacer frente
a circunstancias adversas que a la mayoría de nosotros nos resultan
inimaginables.
Esta capacidad de adaptación que tenemos es una de las razones por las que
el dinero importa mucho menos de lo que la gente piensa. Que no se me
malinterprete de nuevo: es cierto que la gente situada por encima del límite
de la pobreza es más feliz que la gente por debajo de dicho límite, pero los
verdaderamente ricos no son mucho más felices que los, por así llamarlos,
simplemente ricos.
Irónicamente, lo que de verdad parece importar no es la riqueza absoluta,
sino la renta relativa. ¿Qué preferiríais? ¿Ganar 60.000 euros en un empleo
donde vuestros compañeros ganan 80.000 o ganar 50.000 euros en un empleo en
el que vuestros compañeros ganaran 30.000? Y es que no sólo queremos ser
ricos, sino que queremos ser más ricos que nuestros vecinos. El resultado es
que muchos de nosotros vivimos dando vueltas a la noria de la felicidad,
trabajando día a día, para mantener en esencia el mismo nivel de felicidad.
Uno de los aspectos más sorprendentes de la felicidad es nuestra incapacidad
de medirla. ¿Eres tú, amigo lector, feliz mientras está leyendo estas
líneas? ¿Podrías poner una nota en una escala del 0 al 10? ¿En qué medida
estás satisfecho con tu vida en general? Curiosamente, las personas que no
dan tantas vueltas a sus propias circunstancias tienden a ser más felices
que quienes piensan más en ellas. Tal y como decía Mark Twain, puede que
diseccionar nuestra propia felicidad sea como diseccionar una rana: tanto la
una como la otra mueren en el proceso.
Probablemente, intuyas la respuesta de forma parecida a si te preguntara si
tienes frío o calor.
Por otro lado, es un fenómeno no menos curioso que buscamos placer y
felicidad aunque sea autoengañándonos, manteniéndonos cuando no nos gusta
cómo nos sentimos. Un claro ejemplo está en los exámenes de universidad:
cuando uno aprueba empieza a hacer cosas que no haría en otras
circunstancias de pura felicidad; pero cuando suspendemos tendemos a
autojustificarnos: alguna razón de la que no tenemos culpa intervino en
ello, el profesor no puntuó justamente o a saber.
Estas justificaciones, cambiadas de perspectiva, pueden ser peligrosas. Uno
tiende a sentirse mejor viviendo en un mundo que parece justo que no en un
mundo que parece injusto. Llevada a su extremo, esta fe puede empujar a la
gente a hacer cosas directamente deplorables, como culpar a víctimas
inocentes. Incluso, a veces, dicen de las víctimas de violaciones “que se lo
han buscado”. El coste moral de las autojustificaciones y de pensar que
vivimos en un mundo justo puede ser muy alto.
Si nos preguntaran a todos por separado si nos sentimos más felices que la
media y analizáramos las respuestas, la conclusión sería que todos somos más
felices que la media.
Quizás, el secreto de la felicidad esté en cerrar los ojos a la razón en
determinadas circunstancias. Como decía Feynman:
A veces es bueno conocerte a ti mismo, pero otras veces no lo es. Cuando
te ríes de un chiste, si piensas en por qué te ríes podrías darte cuenta de
que, después de todo, no era tan gracioso: era estúpido; de modo que dejas
de reír. No deberías pensar en ello. Mi regla es, cuando eres infeliz,
piensa en ello. Pero cuando eres feliz, no lo hagas. ¿Por qué echarlo a
perder? Probablemente eres feliz por alguna razón ridícula y saberlo es
echarlo a perder.
La felicidad o, más exactamente, la oportunidad de perseguirla es poco más
que un motor que nos mueve. La noria de la felicidad nos mantiene en marcha:
vivos, reproduciéndonos, cuidando de nuestros hijos, sobreviviendo un día
más. La evolución no nos ha hecho evolucionar para que seamos felices, sino
para que persigamos la felicidad.
En fin, sea del modo que sea, os deseo toda la felicidad del mundo.
Fuentes:
Gary Marcus, Kluge, la azarosa construcción de la mente humana.
Leonard Mlodinow, El arco Iris de Feynman.
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