Placer vs felicidad (2)
Placer vs felicidad (2)
Texto:
http://www.serpersona.info/2007/01/el-placer-y-la-felicidad.html#!/2007/01/el-placer-y-la-felicidad.html
"Un hombre desenfrenado no puede inspirar afecto ni a otro hombre ni a un
dios, es insociable y cierra la puerta a la amistad. "Sócrates.
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Protagonismo del placer
Ser animal racional supone escuchar simultáneamente dos llamadas: la del
placer y la del deber. Ese protagonismo del placer en la conducta humana es
patente, y su mejor análisis se realizó hace más de dos mil años en unos
apuntes de clase que luego recibieron el título de Ética a Nicómaco. Ahí
leemos que el placer se presenta íntimamente asociado a nuestra naturaleza;
que la razón y el deseo son los dos caracteres por los que definimos lo que
es natural; que todo el mundo persigue el placer y lo incluye dentro de la
trama de la felicidad; y que no existen personas que no estimen los
placeres, porque tal insensibilidad no es humana.
Varias veces repite Aristóteles que el estatuto del placer es radicalmente
natural: el hombre está hecho de tal manera que lo agradable le parece
bueno, y lo penoso le parece malo. Por eso piensan algunos que el placer es
el bien supremo, porque todos los seres aspiran a él, tanto los racionales
como los irracionales. Pero no puede ser el bien supremo, pues también se
observa que el placer esclaviza a muchos hombres. De ahí concluye
Aristóteles que el placer no es malo ni bueno en sí mismo, y que es malo
cuando «hace al hombre brutal o vicioso». Después comenta de pasada que
«este peligro es mayor en la juventud, porque el crecimiento pone en
ebullición la sensibilidad, y en algunos casos produce la tortura de los
deseos violentos».
Podemos añadir más razones de Aristóteles para guiarnos en el enmarañado
bosque de los deseos. Si las acciones humanas pueden ser nobles, vergonzosas
o indiferentes, lo mismo ocurrirá con los placeres correspondientes. Es
decir, hay placeres que derivan de actividades nobles, y otros de vergonzoso
origen. Y no debemos complacernos en lo vergonzoso, como nadie elegiría
vivir con la inteligencia de un niño para disfrutar con lo que disfrutan los
niños. De hecho, el hombre íntegro se complace en las acciones virtuosas y
siente desagrado por las viciosas, lo mismo que el músico disfruta con las
buenas melodías y no soporta las malas. Además, muchas de las cosas por las
que merece la pena luchar, no son placenteras. Por tanto, ni el placer se
identifica con el bien, ni todo placer se debe apetecer.
Carpe diem!
El poeta Horacio resumió en dos palabras el programa de vida que busca el
placer por encima de todo: carpe diem. Es la invitación a vivir al día, a
exprimir el instante, a extraer de cada momento todo el placer que pueda
contener. La invitación de Horacio no era ninguna novedad. Placer se dice en
griego hedoné, y el primer programa hedonista lo encontramos en tiempos de
Platón, en boca de un sofista llamado Calicles: «Lo que es por naturaleza
hermoso y justo es lo que con toda sinceridad voy a decirte: el que quiera
vivir bien debe dejar que sus deseos alcancen la mayor intensidad, y no
reprimirlos, sino poner todo su valor e inteligencia en satisfacerlos y
saciarlos, por grandes que sean» (Platón, Gorgias).
Desde Calicles, la identificación del bien con el placer ha tenido
seguidores en todas las épocas. Entre los ejemplos más recientes, El Club de
los poetas muertos. En esta interesante película, estrenada en 1990, se
repite una leve y matizada invitación al hedonismo. La acción se desarrolla
en un prestigioso colegio norteamericano. Keating, un original profesor de
literatura, quiere salvar a sus alumnos del aburrimiento, de la monotonía,
de la mediocridad. Y les propone echar la imaginación a volar, salir del
montón y vivir con intensidad el instante. Para ello, recupera y repite el
viejo carpe diem horaciano: «Aprovechad el momento, chicos; haced que
vuestra vida sea extraordinaria, para que nadie llegue a la muerte y
descubra que no ha vivido».
No le falta razón. Su interpelación afecta de lleno a los muchachos y a los
espectadores, precisamente porque la mediocridad y la ausencia de sentido
son plantas bien abonadas en todas las latitudes. Pero las consecuencias de
esa insinuación inconcreta se saldan con un suicidio: el más sensible de sus
alumnos sueña con ser actor de teatro; su padre se opone frontalmente a esa
afición, y el chico decide que no merece la pena seguir viviendo.
El carpe diem! ha resultado mortal por carecer de dos matices. En primer
lugar, aprovechar el instante no significa absolutizarlo; en segundo lugar,
llenar el tiempo no es amontonar intensidades placenteras sino formar un
mosaico coherente. Si Keating no es más explícito puede hacer que sus
alumnos corran a toda velocidad hacia ninguna parte, o hacia donde no deben.
Keating debería explicar a sus románticos jóvenes que una vida agitada por
el placer no es lo mismo que una vida lograda, y que amontonar acciones no
equivale a encontrar el sentido de la vida; más bien, el sentido es algo
previo a la acción: es lo que escoge, orienta y coordina las acciones.
Platón y Sócrates
Vivimos en una época que ha hecho de lo sexual una revolución cultural. Los
griegos contemporáneos de Pericles se hubieran sorprendido de nuestra
pretensión. Basta con invitarse al Banquete platónico para comprobar que
apenas hemos inventado nada respecto a la intensidad y a la gama de los
placeres. En cambio, tendemos a olvidar que el deseo de placer convierte el
equilibrio humano en algo peligrosamente inestable. Desde Homero, desde
Solón y los Siete Sabios, una máxima en forma de advertencia recorre todo el
pensamiento ético de los helenos: «Nada en exceso».
Platón viajó a Sicilia varias veces y tomó nota de lo que se entendía por
vida feliz en aquella isla: atracarse de comida dos veces al día, nunca
acostarse solo por la noche, y todo lo que acompaña a ese tipo de
existencia. Había sido invitado por el tirano Dionisio, para redactar la
Constitución de Siracusa. Pero al ver el panorama confiesa que «aquel tipo
de vida me desagradó profundamente. Con semejantes costumbres, nadie en el
mundo puede llegar a ser equilibrado. Así se hace imposible la sabiduría y
las demás virtudes. Y, por la misma razón, ninguna ciudad puede mantenerse
en paz, por muy buenas que sean sus leyes, si sus habitantes vegetan
paralizados por la pereza en todo lo que no sea comer, beber y correr tras
sus amoríos» (Carta VII).
El tirón del placer plantea un problema de equilibrio. Platón lo explica con
belleza y plasticidad en el célebre mito del carro alado. El hombre es un
auriga que conduce un carro tirado por dos briosos caballos: el placer y el
deber. Todo el arte del auriga consiste en templar la fogosidad del corcel
negro y acompasarlo con el blanco para correr sin perder el equilibrio.
Pero el tema del placer no se resuelve en un mito. Platón lo plantea por
extenso en el Gorgias, donde dialogan Calicles y Sócrates. Ahora es el
momento de escuchar la gran respuesta de Sócrates a la propuesta hedonista
de Calicles: «¿Afirmas que no hay que reprimir los deseos si se quiere ser
auténtico, más bien permitir su mayor intensidad y darles satisfacción a
cualquier precio, y que en eso consiste la virtud?. Entonces, dime: si una
persona tiene sarna y se rasca, y puede rascarse siempre a todas horas,
¿vivirá feliz al pasarse la vida rascándose? ¿Y bastará con que se rasque
sólo la cabeza, o también otras partes? Yo, al contrario, pienso que el que
quiera ser feliz habrá de buscar y ejercitar la moderación, y huir con
rapidez del desenfreno. Creo que debemos poner nuestros esfuerzos y los del
Estado en facilitar la justicia y la moderación a todo el que quiera ser
feliz, en poner freno a los deseos y no vivir fuera de la ley por tratar de
satisfacerlos. Porque un hombre desenfrenado no puede inspirar afecto ni a
otro hombre ni a un dios, es insociable y cierra la puerta a la amistad».
Epicuro
A diferencia del hedonismo, que identifica el bien con el placer, también es
clásica la postura que busca, ante todo, la tranquilidad de ánimo. Y para
ello, como condición necesaria, la liberación del deseo de placer. En esta
pretensión coinciden estoicos y epicúreos, dos grandes escuelas filosóficas
de la antigüedad.
Llevó a cabo Epicuro un exhaustivo y matizado estudio de los placeres,
destinado a demostrar que nuestra dependencia del placer es excesiva e
inconveniente. Y distinguió en su análisis, como en las setas, placeres
convenientes y placeres venenosos. Pero la opinión pública de su tiempo,
poco dada a sutilezas, tomó el rábano por las hojas y adjudicó al filósofo
la etiqueta de hedonismo puro y duro. El propio Horacio resumió su juventud
admitiendo que fue «un puerco de la piara de Epicuro».
El maestro había dicho que « el placer es el principio y el fin de la vida
feliz», y estas palabras le explotaron en la cara. No tuvo más remedio que
salir al paso: «Cuando decimos que el placer es el soberano bien, no
hablamos de los placeres de los pervertidos y de los crápulas, como
pretenden algunos ignorantes que nos atacan y desfiguran nuestro
pensamiento. Hablamos de la ausencia de sufrimiento para el cuerpo y de la
ausencia de inquietud para el alma. Porque no son las borracheras, ni los
banquetes continuos ni el goce con jovencitos o con mujeres, ni los pescados
y las carnes con que se colman las mesas suntuosas, los que proporcionan una
vida feliz: más bien es la razón, buscando sin cesar los motivos legítimos
de elección o de aversión, y apartando las opiniones que llenan el alma de
inquietud» (Carta a Meneceo).
Epicuro distingue tres grandes familias de placeres: los naturales
necesarios; los naturales innecesarios; y los que no son ni naturales ni
necesarios. Después nos dice que la mejor relación con los placeres consiste
en satisfacer los primeros, limitar los segundos y esquivar los terceros.
Entre los naturales necesarios se encuentran los que apuntan a la
conservación de la vida: comer, beber, vestirse y descansar; de este grupo
excluye el deseo y la satisfacción del amor, porque es una fuente de
perturbación. Entre los placeres naturales pero innecesarios menciona todos
los que constituyen variaciones superfluas de los anteriores: comer
caprichosamente, beber licores refinados, vestir con ostentación, etc.
Finalmente, entre los placeres no naturales y no necesarios se citan los
nacidos de la vanidad humana: deseo de riquezas, de poder, de honores, etc.
La felicidad
"Le felicidad es a las personas lo que la perfección es a los seres"
Leibniz
Felicidad significa para el hombre plenitud. La naturaleza es un proceso
hacia una plenitud, un bien adecuado al que sujeto llamamos felicidad.
Conviene distinguir entre placer (complacencia ocasional de una facultad en
su actividad) y felicidad (complacencia de todo el ser en la obtención
estable del bien). Aristóteles hace dos observaciones que pueden ser útiles.
En primer lugar considerar que el bien del hombre se encuentra en su propia
obra. En segundo lugar que las operaciones específicamente humanas son el
conocimiento y el amor. Es en la perfección de estas actividades donde
encontraremos la felicidad.
Lo que llamamos felicidad o “vida lograda” exige, pues, la plenitud del
desarrollo de nuestras capacidades más altas, la armonía del alma que se
consigue unificando nuestras obras -afanes, tendencias, amores…- en cuanto
que se dirigen a un fin, el bien último al que aspiramos todos. Fin es
aquello que es querido en sí mismo, y no en función de alguna otra cosa. La
pregunta ¿para qué quieres ser feliz? No tiene respuesta, porque es el fin
último. El fin es lo que ilumina y da sentido a las realidades, las acciones
y a la vida entera de las personas. Entre las acciones hemos de distinguir
lo que son verdaderamente “actos humanos” (libres) porque en esos actos
apreciamos la presencia de un fin.
Hay acciones como el juego o el arte que pueden constituir de suyo un fin.
En el arte, por ejemplo, la actividad contemplativa proporciona un placer
superior al de los sentidos, mucho más estable y “espiritual”. El arte puede
llegar incluso a superar los conceptos de verdadero o falso, del bien y del
mal. Kierkegard estudió esa carencia de sentido de lo que él llama
“existencia estética” que conduce –dice a la desesperación y a la angustia.
Otra posibilidad patológica es la de aquellos que renuncian a actuar por un
fin, es la frivolidad en su sentido más radical: realización de acciones
libres carentes de sentido. También podemos encontrar casos en los que la
carencia de sentido trascendente a la persona reduce la finalidad a la
eficiencia, al puro activismo del trabajo o de cualquier actividad
absorbente.
El fin último, o bien universal, que da sentido a todos los “fines
intermedios” no puede ser nada creado, ni la totalidad de la creación. Sólo
Dios es el bien universal, que satura y desborda la voluntad humana.
Existen
distintas determinaciones de fines últimos en la sociedad que constituyen la
base de distintos sistemas éticos:
1. La riqueza. El dinero constituye una cierta manera de bien universal,
pues es la universalidad adquisitiva y, de suyo, la potencial posesión de la
mayoría de los bienes, pero aún así tiene carácter de medio. El avaro es un
personaje ridículo.
2. La fama y la gloria se parecen mucho al fin último verdadero. La ética
griega se basaba en esto: buscar la inmortalidad a través de la fama
(Eróstrato quemó el templo de Efeso para conseguir la fama). El verdadero
fin último consiste en ser “famosos” ante Dios: (Mt 25, 11-13) Luego
llegaron las otras vírgenes diciendo: ¡Señor, señor, ábrenos! Pero él les
respondió: En verdad os digo que no os conozco. Vigilad, pues, porque no
sabéis el día ni la hora.
3. El poder. Es muy similar al dinero, aunque podríamos considerarlo como
universalidad adquisitiva superior.
4. El placer. No es un fin intermedio, como el poder, sino que tiene
carácter de culminación. Los sistemas éticos que se basan en él suelen
situar a los placeres “espirituales” por encima del placer sensible, que es
inestable y poco duradero.
5. La virtud. Situaría el fin último en la perfección del alma. Para Kant la
felicidad está en la paz de la conciencia. En el fondo sería una versión de
la moral estoica, que busca reprimir las pasiones y la sensibilidad. El
cristianismo no va por ese camino.
Elementos de la “vida buena”. Para Aristóteles, la vida buena era para los
clásicos la que contiene y posee los bienes más preciados: la familia y los
hijos en el hogar, una moderada cantidad de riquezas, los buenos amigos, la
fortuna que aleje de nosotros la desgracia, la buena fama, la salud, y
sobre todo la contemplación de la verdad y la práctica de la virtud. Para
Julián Marías, la felicidad es una expectativa razonable de un buen futuro,
siendo La expectación y la ilusión rasgos definitorios.
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