Placer vs felicidad (2)

Creado: 30/4/2013 | Modificado: 27/2/2013 3380 visitas | Ver todas Añadir comentario



Placer vs felicidad (2)

Texto: http://www.serpersona.info/2007/01/el-placer-y-la-felicidad.html#!/2007/01/el-placer-y-la-felicidad.html

"Un hombre desenfrenado no puede inspirar afecto ni a otro hombre ni a un dios, es insociable y cierra la puerta a la amistad. "Sócrates.
 


Protagonismo del placer

Ser animal racional supone escuchar simultáneamente dos llamadas: la del placer y la del deber. Ese protagonismo del placer en la conducta humana es patente, y su mejor análisis se realizó hace más de dos mil años en unos apuntes de clase que luego recibieron el título de Ética a Nicómaco. Ahí leemos que el placer se presenta íntimamente asociado a nuestra naturaleza; que la razón y el deseo son los dos caracteres por los que definimos lo que es natural; que todo el mundo persigue el placer y lo incluye dentro de la trama de la felicidad; y que no existen personas que no estimen los placeres, porque tal insensibilidad no es humana.

Varias veces repite Aristóteles que el estatuto del placer es radicalmente natural: el hombre está hecho de tal manera que lo agradable le parece bueno, y lo penoso le parece malo. Por eso piensan algunos que el placer es el bien supremo, porque todos los seres aspiran a él, tanto los racionales como los irracionales. Pero no puede ser el bien supremo, pues también se observa que el placer esclaviza a muchos hombres. De ahí concluye Aristóteles que el placer no es malo ni bueno en sí mismo, y que es malo cuando «hace al hombre brutal o vicioso». Después comenta de pasada que «este peligro es mayor en la juventud, porque el crecimiento pone en ebullición la sensibilidad, y en algunos casos produce la tortura de los deseos violentos».
Podemos añadir más razones de Aristóteles para guiarnos en el enmarañado bosque de los deseos. Si las acciones humanas pueden ser nobles, vergonzosas o indiferentes, lo mismo ocurrirá con los placeres correspondientes. Es decir, hay placeres que derivan de actividades nobles, y otros de vergonzoso origen. Y no debemos complacernos en lo vergonzoso, como nadie elegiría vivir con la inteligencia de un niño para disfrutar con lo que disfrutan los niños. De hecho, el hombre íntegro se complace en las acciones virtuosas y siente desagrado por las viciosas, lo mismo que el músico disfruta con las buenas melodías y no soporta las malas. Además, muchas de las cosas por las que merece la pena luchar, no son placenteras. Por tanto, ni el placer se identifica con el bien, ni todo placer se debe apetecer.

Carpe diem!

El poeta Horacio resumió en dos palabras el programa de vida que busca el placer por encima de todo: carpe diem. Es la invitación a vivir al día, a exprimir el instante, a extraer de cada momento todo el placer que pueda contener. La invitación de Horacio no era ninguna novedad. Placer se dice en griego hedoné, y el primer programa hedonista lo encontramos en tiempos de Platón, en boca de un sofista llamado Calicles: «Lo que es por naturaleza hermoso y justo es lo que con toda sinceridad voy a decirte: el que quiera vivir bien debe dejar que sus deseos alcancen la mayor intensidad, y no reprimirlos, sino poner todo su valor e inteligencia en satisfacerlos y saciarlos, por grandes que sean» (Platón, Gorgias).
Desde Calicles, la identificación del bien con el placer ha tenido seguidores en todas las épocas. Entre los ejemplos más recientes, El Club de los poetas muertos. En esta interesante película, estrenada en 1990, se repite una leve y matizada invitación al hedonismo. La acción se desarrolla en un prestigioso colegio norteamericano. Keating, un original profesor de literatura, quiere salvar a sus alumnos del aburrimiento, de la monotonía, de la mediocridad. Y les propone echar la imaginación a volar, salir del montón y vivir con intensidad el instante. Para ello, recupera y repite el viejo carpe diem horaciano: «Aprovechad el momento, chicos; haced que vuestra vida sea extraordinaria, para que nadie llegue a la muerte y descubra que no ha vivido».

No le falta razón. Su interpelación afecta de lleno a los muchachos y a los espectadores, precisamente porque la mediocridad y la ausencia de sentido son plantas bien abonadas en todas las latitudes. Pero las consecuencias de esa insinuación inconcreta se saldan con un suicidio: el más sensible de sus alumnos sueña con ser actor de teatro; su padre se opone frontalmente a esa afición, y el chico decide que no merece la pena seguir viviendo.


El carpe diem! ha resultado mortal por carecer de dos matices. En primer lugar, aprovechar el instante no significa absolutizarlo; en segundo lugar, llenar el tiempo no es amontonar intensidades placenteras sino formar un mosaico coherente. Si Keating no es más explícito puede hacer que sus alumnos corran a toda velocidad hacia ninguna parte, o hacia donde no deben. Keating debería explicar a sus románticos jóvenes que una vida agitada por el placer no es lo mismo que una vida lograda, y que amontonar acciones no equivale a encontrar el sentido de la vida; más bien, el sentido es algo previo a la acción: es lo que escoge, orienta y coordina las acciones.

Platón y Sócrates

Vivimos en una época que ha hecho de lo sexual una revolución cultural. Los griegos contemporáneos de Pericles se hubieran sorprendido de nuestra pretensión. Basta con invitarse al Banquete platónico para comprobar que apenas hemos inventado nada respecto a la intensidad y a la gama de los placeres. En cambio, tendemos a olvidar que el deseo de placer convierte el equilibrio humano en algo peligrosamente inestable. Desde Homero, desde Solón y los Siete Sabios, una máxima en forma de advertencia recorre todo el pensamiento ético de los helenos: «Nada en exceso».
Platón viajó a Sicilia varias veces y tomó nota de lo que se entendía por vida feliz en aquella isla: atracarse de comida dos veces al día, nunca acostarse solo por la noche, y todo lo que acompaña a ese tipo de existencia. Había sido invitado por el tirano Dionisio, para redactar la Constitución de Siracusa. Pero al ver el panorama confiesa que «aquel tipo de vida me desagradó profundamente. Con semejantes costumbres, nadie en el mundo puede llegar a ser equilibrado. Así se hace imposible la sabiduría y las demás virtudes. Y, por la misma razón, ninguna ciudad puede mantenerse en paz, por muy buenas que sean sus leyes, si sus habitantes vegetan paralizados por la pereza en todo lo que no sea comer, beber y correr tras sus amoríos» (Carta VII).

El tirón del placer plantea un problema de equilibrio. Platón lo explica con belleza y plasticidad en el célebre mito del carro alado. El hombre es un auriga que conduce un carro tirado por dos briosos caballos: el placer y el deber. Todo el arte del auriga consiste en templar la fogosidad del corcel negro y acompasarlo con el blanco para correr sin perder el equilibrio.

Pero el tema del placer no se resuelve en un mito. Platón lo plantea por extenso en el Gorgias, donde dialogan Calicles y Sócrates. Ahora es el momento de escuchar la gran respuesta de Sócrates a la propuesta hedonista de Calicles: «¿Afirmas que no hay que reprimir los deseos si se quiere ser auténtico, más bien permitir su mayor intensidad y darles satisfacción a cualquier precio, y que en eso consiste la virtud?. Entonces, dime: si una persona tiene sarna y se rasca, y puede rascarse siempre a todas horas, ¿vivirá feliz al pasarse la vida rascándose? ¿Y bastará con que se rasque sólo la cabeza, o también otras partes? Yo, al contrario, pienso que el que quiera ser feliz habrá de buscar y ejercitar la moderación, y huir con rapidez del desenfreno. Creo que debemos poner nuestros esfuerzos y los del Estado en facilitar la justicia y la moderación a todo el que quiera ser feliz, en poner freno a los deseos y no vivir fuera de la ley por tratar de satisfacerlos. Porque un hombre desenfrenado no puede inspirar afecto ni a otro hombre ni a un dios, es insociable y cierra la puerta a la amistad».

Epicuro

A diferencia del hedonismo, que identifica el bien con el placer, también es clásica la postura que busca, ante todo, la tranquilidad de ánimo. Y para ello, como condición necesaria, la liberación del deseo de placer. En esta pretensión coinciden estoicos y epicúreos, dos grandes escuelas filosóficas de la antigüedad.
Llevó a cabo Epicuro un exhaustivo y matizado estudio de los placeres, destinado a demostrar que nuestra dependencia del placer es excesiva e inconveniente. Y distinguió en su análisis, como en las setas, placeres convenientes y placeres venenosos. Pero la opinión pública de su tiempo, poco dada a sutilezas, tomó el rábano por las hojas y adjudicó al filósofo la etiqueta de hedonismo puro y duro. El propio Horacio resumió su juventud admitiendo que fue «un puerco de la piara de Epicuro».

El maestro había dicho que « el placer es el principio y el fin de la vida feliz», y estas palabras le explotaron en la cara. No tuvo más remedio que salir al paso: «Cuando decimos que el placer es el soberano bien, no hablamos de los placeres de los pervertidos y de los crápulas, como pretenden algunos ignorantes que nos atacan y desfiguran nuestro pensamiento. Hablamos de la ausencia de sufrimiento para el cuerpo y de la ausencia de inquietud para el alma. Porque no son las borracheras, ni los banquetes continuos ni el goce con jovencitos o con mujeres, ni los pescados y las carnes con que se colman las mesas suntuosas, los que proporcionan una vida feliz: más bien es la razón, buscando sin cesar los motivos legítimos de elección o de aversión, y apartando las opiniones que llenan el alma de inquietud» (Carta a Meneceo).

Epicuro distingue tres grandes familias de placeres: los naturales necesarios; los naturales innecesarios; y los que no son ni naturales ni necesarios. Después nos dice que la mejor relación con los placeres consiste en satisfacer los primeros, limitar los segundos y esquivar los terceros. Entre los naturales necesarios se encuentran los que apuntan a la conservación de la vida: comer, beber, vestirse y descansar; de este grupo excluye el deseo y la satisfacción del amor, porque es una fuente de perturbación. Entre los placeres naturales pero innecesarios menciona todos los que constituyen variaciones superfluas de los anteriores: comer caprichosamente, beber licores refinados, vestir con ostentación, etc. Finalmente, entre los placeres no naturales y no necesarios se citan los nacidos de la vanidad humana: deseo de riquezas, de poder, de honores, etc.

La felicidad

"Le felicidad es a las personas lo que la perfección es a los seres"
Leibniz

Felicidad significa para el hombre plenitud. La naturaleza es un proceso hacia una plenitud, un bien adecuado al que sujeto llamamos felicidad. Conviene distinguir entre placer (complacencia ocasional de una facultad en su actividad) y felicidad (complacencia de todo el ser en la obtención estable del bien). Aristóteles hace dos observaciones que pueden ser útiles. En primer lugar considerar que el bien del hombre se encuentra en su propia obra. En segundo lugar que las operaciones específicamente humanas son el conocimiento y el amor. Es en la perfección de estas actividades donde encontraremos la felicidad.

Lo que llamamos felicidad o “vida lograda” exige, pues, la plenitud del desarrollo de nuestras capacidades más altas, la armonía del alma que se consigue unificando nuestras obras -afanes, tendencias, amores…- en cuanto que se dirigen a un fin, el bien último al que aspiramos todos. Fin es aquello que es querido en sí mismo, y no en función de alguna otra cosa. La pregunta ¿para qué quieres ser feliz? No tiene respuesta, porque es el fin último. El fin es lo que ilumina y da sentido a las realidades, las acciones y a la vida entera de las personas. Entre las acciones hemos de distinguir lo que son verdaderamente “actos humanos” (libres) porque en esos actos apreciamos la presencia de un fin.
Hay acciones como el juego o el arte que pueden constituir de suyo un fin. En el arte, por ejemplo, la actividad contemplativa proporciona un placer superior al de los sentidos, mucho más estable y “espiritual”. El arte puede llegar incluso a superar los conceptos de verdadero o falso, del bien y del mal. Kierkegard estudió esa carencia de sentido de lo que él llama “existencia estética” que conduce –dice a la desesperación y a la angustia.
Otra posibilidad patológica es la de aquellos que renuncian a actuar por un fin, es la frivolidad en su sentido más radical: realización de acciones libres carentes de sentido. También podemos encontrar casos en los que la carencia de sentido trascendente a la persona reduce la finalidad a la eficiencia, al puro activismo del trabajo o de cualquier actividad absorbente.

El fin último, o bien universal, que da sentido a todos los “fines intermedios” no puede ser nada creado, ni la totalidad de la creación. Sólo Dios es el bien universal, que satura y desborda la voluntad humana.

Existen distintas determinaciones de fines últimos en la sociedad que constituyen la base de distintos sistemas éticos:

1. La riqueza. El dinero constituye una cierta manera de bien universal, pues es la universalidad adquisitiva y, de suyo, la potencial posesión de la mayoría de los bienes, pero aún así tiene carácter de medio. El avaro es un personaje ridículo.

2. La fama y la gloria se parecen mucho al fin último verdadero. La ética griega se basaba en esto: buscar la inmortalidad a través de la fama (Eróstrato quemó el templo de Efeso para conseguir la fama). El verdadero fin último consiste en ser “famosos” ante Dios: (Mt 25, 11-13) Luego llegaron las otras vírgenes diciendo: ¡Señor, señor, ábrenos! Pero él les respondió: En verdad os digo que no os conozco. Vigilad, pues, porque no sabéis el día ni la hora.

3. El poder. Es muy similar al dinero, aunque podríamos considerarlo como universalidad adquisitiva superior.

4. El placer. No es un fin intermedio, como el poder, sino que tiene carácter de culminación. Los sistemas éticos que se basan en él suelen situar a los placeres “espirituales” por encima del placer sensible, que es inestable y poco duradero.

5. La virtud. Situaría el fin último en la perfección del alma. Para Kant la felicidad está en la paz de la conciencia. En el fondo sería una versión de la moral estoica, que busca reprimir las pasiones y la sensibilidad. El cristianismo no va por ese camino.

Elementos de la “vida buena”. Para Aristóteles, la vida buena era para los clásicos la que contiene y posee los bienes más preciados: la familia y los hijos en el hogar, una moderada cantidad de riquezas, los buenos amigos, la fortuna que aleje de nosotros la desgracia, la buena fama, la salud, y sobre todo la contemplación de la verdad y la práctica de la virtud. Para Julián Marías, la felicidad es una expectativa razonable de un buen futuro, siendo La expectación y la ilusión rasgos definitorios.





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