Viva la ignorancia. El fracaso de la educación moderna. Segunda parte.
Viva la ignorancia. El fracaso de la educación moderna. Segunda parte.
Texto:
http://www.revistadelibros.com/articulos/viva-la-ignorancia-el-fracaso-de-la-educacion-en-espana
Por Juan Carlos Botero
La LOGSE en España.
La culminación de este camino, en el sistema educativo español, fue la Ley
Orgánica General del Sistema Educativo (LOGSE) de 1990. En esencia, la LOGSE
creaba una educación secundaria obligatoria (ESO), con cuatro cursos de
enseñanza comunes desde los doce a los dieciséis años, terminados los cuales
los alumnos podrían optar por el bachillerato (dos años) o la formación
profesional. Bajo ese sistema, antes de los dieciséis años no se permitía la
separación de alumnos por rendimiento escolar ni por diferencia de
intereses. Los alumnos progresarían, además, al mismo ritmo.
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Los exámenes y
las evaluaciones se proscribirían en aras de no traumatizar a los alumnos,
sustituyéndose las notas y los históricos «aprobado» y «suspenso» por los
políticamente correctos «progresa adecuadamente» y «no progresa
adecuadamente». Y se descartaría la posibilidad de repetir curso. Con este
sistema, supuestamente a los dieciséis años todos los alumnos habrían
recibido la misma formación y estarían en igualdad de condiciones para
afrontar la vida. Obviamente –apunta Delibes–, tal sistema sólo podría
sostenerse con planes de estudios ligeros, cuyo nivel de exigencia fuera tan
bajo que todos los alumnos pudieran alcanzarlo.
La LOGSE creó, asimismo, una jerga propia que en ocasiones alcanza lo
grotesco: comprensividad, desarrollo curricular, temporalización,
secuencialización o contenidos conceptuales, procedimentales y actitudinales.
Donde antes se hablaba del programa de una asignatura, ahora debía
decirse «desarrollo curricular». Se hablaba de «materiales curriculares» y
de «evaluaciones criteriales o curriculares». Delibes lo ridiculiza sin piedad
(p. 90): «Incluso existen expertos curriculeadores que curriculean
concienzudamente las diferentes áreas o materias». Por no hablar de la
«transversalidad», otro de los hallazgos más caros de nuestros modernos
pedagogos: los temas recurrentes que aparecen en distintas asignaturas, y
que pretenden transmitir los valores en cuya difusión debe afanarse la
escuela pública.
Detrás de este sistema educativo, Alicia Delibes encuentra los dogmas de la
llamada pedagogía posmoderna, hoy ya en franca retirada en el resto de
Europa (en la que la adoptó en su día, pues no todos los países siguieron
ese camino), y según los cuales el objetivo de la enseñanza no es tanto
transmitir conocimientos cuanto inculcar valores y asegurar la adquisición
de capacidades, es decir, «aprender a aprender».
«Para un profesor posmoderno –dice Delibes– la transmisión de conocimientos
pierde sentido, pues no considera la existencia de una verdad objetiva
[...]. Dado que el conocimiento se construye, el niño lo construirá a partir
de su propia forma de ser, de pensar y de interpretar la información. Cada
niño ha de aprender, por tanto, a su manera, y el papel del maestro ha de
ser de simple mediador» (p. 93). Educar será, por tanto, no transmitir al
niño un acervo de conocimiento, sino «acompañarle en su descubrimiento del
mundo, permanecer silencioso a su lado observando cómo construye su propia
percepción de todo lo que le rodea» (p. 94).
Tal cúmulo de disparates parecen difíciles de atribuir en toda su crudeza a
los sin duda bienintencionados autores de la LOGSE. Pero lo que sí parece
claro en su filosofía educativa es el deseo de asegurar una absoluta
uniformidad en la educación obligatoria (sin desviación ni itinerario
alternativo alguno en función de la inteligencia, capacidad o intereses de
cada alumno), una hostilidad abierta a cualquier clase de evaluación,
examen, selectividad o reválida, y una santificación de la permisividad,
sustituyendo el tradicional principio de la autoridad del docente por el de
la permisividad, la tolerancia, la persuasión y el diálogo. Todo ello bajo
la idea de que la misión de la escuela no es ya, o no es tanto, transmitir
conocimientos cuanto «educar en valores».
Vayamos por partes. Son muchos los que opinan –en la estela de Condorcet, y
de una larga tradición liberal– que los encargados de transmitir valores son
los padres, y no la escuela, ni mucho menos el Estado. Pero como en nuestros
tiempos, y por desgracia, muchos padres han abdicado de la encomiable tarea
de educar a sus hijos y prefieren, por comodidad o por otra causa, endosar a
la escuela esa patata caliente, quizá no estaría del todo mal que los
educadores procurasen inculcar ciertos valores a sus desamparados alumnos.
Pero tal reflexión debe ir acompañada de dos advertencias: primero, que,
además de valores, no vendría mal transmitir también conocimientos, y ello
con la debida exigencia de calidad. De poco nos servirán ciudadanos cuajados
de valores éticos y democráticos pero que no sepan multiplicar, y que
ignoren cuál es la capital de Francia. Y, segundo, que convendría evaluar
cuidadosamente cuáles son los valores que pretendemos transmitir.
Valores en la educación
A qué valores se refieren los mentores de nuestro sistema educativo está
claro: la tolerancia, el respeto a las opiniones ajenas, el rechazo a la
violencia, el valor del diálogo, la igualdad de género, el rechazo al
racismo y la xenofobia, la cooperación, la solidaridad...; valores todos
ellos a lo que mal pueden formularse reparos. Sólo que en el tintero parecen
quedar algunos otros no menos importantes: el sentido de la responsabilidad
individual, el valor de la emulación y la superación personal, la valoración
del esfuerzo y la iniciativa, la búsqueda de la excelencia: todo lo que nos
hace progresar como personas y como comunidades. Y que en absoluto entra en
conflicto con los otros valores antes mencionados.
Por desgracia, estos valores parecen ausentes, o casi, de la preocupación de
nuestros pedagogos. Pero, aunque así no fuera, un sistema que abomina del
principio de autoridad, que deja al docente indefenso frente al desinterés,
la apatía, el absentismo, la hostilidad o incluso la violencia del alumno, y
que rehúye cualquier forma de evolución o control de su nivel de
conocimientos difícilmente podrá transmitir la idea de que el esfuerzo y el
afán de superación son valores estimables. Si todos llegan a la misma meta
con independencia de su propio esfuerzo, si se pasa de curso aunque se sepa
poco o nada, si tanto da la actitud que se adopte en clase, ¿para qué
esforzarse?
El problema es, por tanto, múltiple: si los valores de la igualdad, la
solidaridad, la tolerancia y el relativismo excluyen los no menos esenciales
de la responsabilidad y el esfuerzo, si la escuela renuncia a cualquier
nivel de exigencia a los alumnos, y si tanto da que éstos abandonen la ESO
con un nivel de conocimientos adecuado o no, poco debe extrañarnos que la
escuela española salga tan malparada en las comparaciones internacionales.
La LOCE
Alicia Delibes rompe una lanza a favor del tímido intento de reconducir la
situación –al menos parcialmente– que se plasmó en la Ley Orgánica de
Calidad de la Educación (LOCE) promovida por el Partido Popular en 2002, y
rápidamente derogada con el cambio de Gobierno en 2004. Sin duda tal
atrevimiento de la autora servirá para que el libro que comentamos sea
descalificado por muchos por la cómoda vía de descalificar a quien lo
escribió. Pero quienes consideramos que los argumentos no son buenos o malos
en función de quién los expone, ni de sus afinidades políticas, creemos
encontrar muy sólidas razones en las páginas objeto de este comentario. Y
eso que no hemos hecho alusión a la segunda parte del libro, dedicada a la
enseñanza de las matemáticas –la especialidad de Delibes–, en la que la
autora se regodea con estudiada crueldad en la profunda necedad de la
llamada «matemática moderna», y de algunas de las más disparatadas
derivaciones de la matemática difusa: las «etnomatemáticas» (lo han leído
bien) y la coeducación matemática feminista. Omito el comentario, no porque
el tema no lo merezca, sino para excitar la curiosidad del lector y moverle
a adquirir el libro. Me lo agradecerá.
Tercera parte. Libro de Xavier Pericay
Pasemos ahora a la obra de Xavier Pericay, perfecto complemento de la de
Alicia Delibes. El autor, licenciado en Filología Catalana por la
Universidad de Barcelona, traductor de Pla y antiguo redactor del Diari de
Barcelona, conoce sin duda el tema sobre el que escribe. Desde septiembre de
2002 colabora de forma regular con el diario ABC, de manera recurrente sobre
los excesos del sistema educativo catalán y, por extensión, de los estragos
del nacionalismo en este terreno. Su libro, irónicamente titulado Progresa
adecuadamente» (su subtítulo es Educación y lengua en la Cataluña del siglo
XXI), es una recopilación de sus hilarantes artículos aparecidos en el
diario mencionado y en otros medios. Como otro ilustre traidor, Albert
Boadella, utiliza las armas que al parecer más irritan a los nacionalistas:
la sátira y la ironía.
El tema principal de su libro es, obviamente, el modelo educativo
nacionalista (en concreto, el catalán) y, en especial, su modo de concebir
la lengua. Pero no rehúye el problema general de la educación en España, al
que ya nos hemos referido al comentar la obra de Ana Delibes. Pericay
denuesta como ella a la LOGSE, critica la negativa a reconocer que la
principal función de la enseñanza ha de ser la transmisión del conocimiento,
y censura las ideas inspiradoras de dicha ley «con su rechazo de la memoria,
la autoridad, el mérito y el esfuerzo, con su apología del peterpanismo, y
con su defensa de la igualdad como valor y aspiración supremos, igualdad a
la que todos estamos sujetos y ante la que nada valen ni la libertad ni la
excelencia» (p. 13).
Especialmente interesante es, a este respecto, el artículo titulado «Buenismo
y sistema educativo», incluido en el libro (pp. 132-146), en el que,
recordando lo escrito por Hannah Arendt sobre este asunto, culpa de la mayor
parte de los males del sistema educativo actual a la erradicación del
principio de autoridad de los profesores, fruto de lo que denomina buenismo
educativo. «Una de las características del buenismo educativo –escribe– es
precisamente el rechazo de esta autoridad, la negación de la jerarquía entre
profesor y alumno. Para la progresía [...] autoridad equivale a
autoritarismo» (p. 135).
Las alarmantes señales de indisciplina y violencia («conductas contrarias a
la convivencia», las llama el buenismo bobalicón) en las escuelas españolas
empiezan a mostrarse en las páginas de los periódicos. Cierto es que no han
llegado a los niveles de otros países –se consuelan algunos–, pero existen,
y van en aumento. Las primeras víctimas son los educadores: si no tienen
forma de exigir a sus alumnos el esfuerzo necesario de atención y estudio,
si ni siquiera tienen medios para mantener el orden en las aulas, no es de
extrañar que su motivación se resienta, que les invada el desánimo, y que
las salidas más tentadoras sean el pasotismo resignado o la baja por
depresión.
Un estudio reciente6 señala que el 74,5% de los profesores
considera que la educación ha empeorado en los últimos treinta años. Para el
53,2%, la falta de respeto es el sentimiento más insatisfactorio en sus
relaciones con los alumnos. Los profesores no se sienten valorados
socialmente. La despreocupación de las familias y el ser desautorizados
frente a sus alumnos son los factores que les resultan más frustrantes. La
falta de esfuerzo de éstos les causa preocupación. Y más del 50% preferiría
volver a la estructura organizativa anterior a la LOGSE.
Los profesores españoles no están mal pagados, en comparación con los
niveles europeos (quizás ellos piensen que sí), y no están escasos de
vocación ni, en general, de preparación y conocimientos. Pero se sienten
manifiestamente descontentos con el modelo educativo actual, y con el escaso
o nulo respaldo a su autoridad en las aulas.
Pero no son los educadores las únicas víctimas de la desaparición del
principio de autoridad en la escuela. Las principales víctimas son los
propios alumnos. Como señala Pericay, «la crisis de autoridad tiene que ver
también con el grado de exigencia de cada alumno para consigo mismo, es
decir, con el ejercicio de la responsabilidad. Dicho de otro modo, en la
medida en que el descrédito de la autoridad, y la entronización del
igualitarismo comportan una renuncia a crecer, a progresar [...], el alumno
se complace en ese régimen placentero, en ese “vuelo de Peter Pan” [...]. Si
todos somos iguales, si ya no hay buenos y malos alumnos [...], si hasta las
notas desaparecen y son reemplazadas por eufemismos del tipo “progresa
adecuadamente” [...] no es de extrañar que en la última década el nivel
general de conocimiento de los jóvenes españoles haya caído en picado» (p.
139).
Falta de estímulo y ausencia de disciplina y exigencia son, así, las dos
caras de la moneda de nuestro sistema educativo. «La letra con sangre
entra», frase anatema de nuestros modernos educadores, no debe interpretarse
en su acepción más tosca como una apología retrógrada de la enseñanza
autoritaria y del castigo físico, sino como una advertencia de que el
aprendizaje requiere esfuerzo y de que de poco sirve que uno –el profesor–
se afane en enseñar si el otro –el alumno– no se molesta en aprender.
Y no para aquí la relación de víctimas. A los profesores y alumnos cabe
añadir una tercera e insospechada víctima: la propia igualdad de
oportunidades que el sistema educativo pretendía asegurar. Como lúcidamente
observa Pericay, «a quién más perjudica es al joven perteneciente a una
familia con pocos recursos económicos al que la educación debería haberle
servido –cuando menos, podía haberle servido de haber mediado el talento y
el esfuerzo– para labrarse un porvenir. En este sentido, no hay sistema
educativo más reaccionario que el actual, dado que al negar la meritrocracia
está negando a un tiempo la igualdad de oportunidades; sólo quien posee
dinero suficiente para costearse unos estudios –en una escuela o una
universidad de pago, o realizando en último término cuantos másteres sean
precisos– logrará acceder a una educación de calidad. Se trata, sin duda, de
la triste paradoja del progresismo educativo» (p. 142). Y remata: «Hoy en
día sólo existe una forma de aprovechar esos años jóvenes y es pagando. Y
para pagar hay que tener dinero. Entonces sí, entonces uno todavía puede
encontrar una escuela que merezca la pena. Menuda injusticia» (p. 18).
Claro que a esto un estatista radical le encontraría remedio: suprimir los
centros privados, y que no existan más escuelas que las públicas: todos
café. Y que de la mediocridad no pueda escapar ya nadie, ni pagando. Pero
como hoy no pueden ponerse puertas al campo, a los más ricos siempre les
quedaría el recurso de estudiar en el extranjero. Aunque será mejor no dar
ideas.
Podría pensarse que este triste panorama agota las desdichas de la educación
en España. Pues no. Aún nos quedan otros actores en esta tragedia, que son
las comunidades autónomas. Uno de los frutos de la LOGSE fue la concesión a
las comunidades autónomas de la competencia para definir la mitad de los
contenidos de los planes de enseñanza. Y la forma que muchas de ellas han
tenido de hacer uso de tales competencias ha sido la insistencia en el
localismo más exacerbado. Autores locales de escasa relevancia que reciben
la misma atención que Cervantes, ríos que aparecen milagrosamente en las
fronteras de la comunidad autónoma en cuestión (el tramo anterior, al
parecer, no existe), cuando no deformaciones groseras y sectarias de la
realidad histórica, política y geográfica, como la ectoplásmica Euskalherria
que se les cuenta a los niños vascos.
Con estos excesos se ensaña Pericay, y uno de sus principales temas de
interés es la lengua. Para Pericay, la «operación de derribo» [sic] de
nuestro sistema educativo tiene responsables, y uno de ellos es el
nacionalismo (p. 12). No en vano acogió la LOGSE con tan buena disposición,
e hizo tan buen uso de ella para sus fines. La imposición de la lengua
catalana en el sistema educativo catalán en la forma en que ha venido
haciéndose le merece a Pericay un duro juicio: «La consideración de que las
lenguas no son un asunto estrictamente individual, de cada uno de sus
habitantes –escribe– sino propias de un lugar y poseedoras, en consecuencia,
de un aura colectiva, histórica y simbólica; la consideración, en suma, de
que hay lenguas de un territorio y lenguas que no lo son, no sólo determina
la primacía de un idioma con respecto al otro –que, para más inri, es el
idioma oficial del Estado, y el hablado por la mayoría de la población,
incluso en el territorio en cuestión–, sino que representa, inevitablemente
una fractura social, unos ciudadanos de primera y otros de segunda» (p. 15).
Y ello implica «la conculcación de los derechos individuales del conjunto de
los ciudadanos en aras de unos supuestos derechos colectivos que no
favorecen más que a una parte de estos ciudadanos».
La escuela pública catalana niega a los padres castellanohablantes el
derecho a que sus hijos reciban la enseñanza en su lengua materna. Esto no
es una maledicencia, ni un infundio propalado por «Madrid», sino que es un
hecho reconocido sin pudor y sin ambages por los propios dirigentes
nacionalistas. Y ello con la pasividad de los sucesivos gobiernos
nacionales, como tantas otras cosas.
Leyendo los libros de Delibes y Pericay, uno no sólo se alarma ante la
situación de la educación española, tal y como la describen, sino que
comienza además a comprender la razón de fondo de muchas cosas. Y llega a la
conclusión de que éste es, posiblemente, el problema más grave que hoy tiene
planteada la sociedad española, aunque otros despierten más ruido mediático
y alarma social. Ya señalé antes que son obras de denuncia, no estudios
académicos. Algunos pensarán posiblemente que los autores exageran, y que la
cosa no es para tanto. Otros, a buen seguro, se apresurarán a rastrear su
currículum profesional y político en busca de coartadas para descalificar
sus opiniones. Éste suele ser el método más cómodo para ahorrarse
argumentos. Pero la realidad es tozuda: que nuestro sistema educativo no
funciona no lo dicen (sólo) Delibes y Pericay. Lo dicen los datos sobre
fracaso escolar del propio Ministerio de Educación y los deficientes niveles
de conocimiento de nuestros alumnos que señala el estudio PISA, puntos ambos
anteriormente citados.
Como lo manifiesta la encuesta de opinión entre los profesores (cabe suponer
que de todas las tendencias políticas) también citada anteriormente, que
muestran su insatisfacción sobre el actual sistema educativo (y algo sabrán
al respecto), y apuntan hacia los mismos males que estos dos libros
denuncian.
Nota:
1. Atlas digital de la
España universitaria, dirigido por Pedro Reques (Universidad de Cantabria),
en colaboración con el Consejo de Coordinación Universitaria y la
Conferencia de Rectores.
2. Datos, todos ellos, reproducidos en la prensa. Véase, por ejemplo, ABC,
23 de enero de 2007, y www.abc.es/sociedad.
3. Informe Círculo sobre la economía española. Cómo garantizar el futuro,
obra colectiva de Fernando Fernández Méndez de Andrés, Inmaculada Gutiérrez,
Javier Martínez Arévalo, Jaime Requeijo, Belén Romana, Juan José Toribio y
María Jesús Valdemoros (Círculo de Empresarios, julio de 2006); Hacia un
nuevo sistema educativo. Bases para la mejora de la enseñanza obligatoria
(Círculo de Empresarios, junio-julio de 2006). Los textos de ambos
documentos pueden encontrarse en www.circulodeempresarios.org.
4. Porcentaje de población entre dieciocho y veinticuatro años que no ha
completado los estudios secundarios y que no está siguiendo ningún
estudio-formación (datos del Ministerio de Educación en 2004 y de la Caixa).
5. Este informe evalúa el nivel de competencias básicas en matemáticas,
lectura y ciencias de los alumnos de quince años (límite de la enseñanza
obligatoria) en cuarenta y dos países.
6. Las emociones y los valores del profesorado, estudio realizado por Álvaro
Marchesi y Tamara Díaz y editado por la Fundación Santa María en 2007.