Viva la ignorancia. El fracaso de la educación moderna. Primera parte.
Viva la ignorancia. El fracaso de la
educación moderna. Primera parte.
Texto:
http://www.revistadelibros.com/articulos/viva-la-ignorancia-el-fracaso-de-la-educacion-en-espana
Por Juan Carlos Botero
Una educación universal y de calidad es condición necesaria no sólo para
el progreso económico de un país, sino también para la cohesión social, la
igualdad de oportunidades, el desarrollo cultural y el enriquecimiento de la
actividad política. Pocos, pienso yo, estarían en desacuerdo con esta
opinión. Como tampoco creo que lo estarían con la impresión de que nuestro
actual sistema educativo deja mucho que desear.
Se escribe mucho, y con razón, de los mediocres avances de España en materia
de innovación y tecnología, de la mala adecuación de la oferta de nuevos
graduados a las necesidades de las empresas, o de la alarmante escasez de
vocaciones empresariales, todos ellos problemas graves cuya raíz se
encuentra fundamentalmente en el sistema educativo.
Educación universitaria
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La primera mirada de alarma suele dirigirse, lógicamente, a la enseñanza
superior. Y lo que vemos en la universidad española no incita ciertamente al
optimismo. Unas universidades más parecidas a negociados ministeriales que a
entidades autónomas, con un profesorado endogámico y poco motivado, y
enmarcadas en un sistema aparentemente orientado a procurar que todas ellas
ofrezcan un nivel de calidad homogéneo (y en consecuencia, bajo), y no a que
compitan por la excelencia: ésta parece ser, en buena parte, la radiografía
–desde luego, esquemática– de nuestro entramado universitario.
El cuadro se complica aún más como consecuencia de los excesos del sistema
autonómico. Da la impresión de que todas las comunidades autónomas han
decidido tener su propia universidad con absolutamente todas las
titulaciones posibles (pretensión que con frecuencia se observa también en
cada provincia, e incluso en cada ciudad). Y ello no sólo en aras del
prestigio (no ser menos que la comunidad vecina), sino por la sospecha, no
mal fundada, de que sus naturales se verían postergados en el acceso a las
universidades de otras comunidades.
Ello ha llevado a una proliferación de centros universitarios que, en buen
número de casos, ni son capaces de disponer de un profesorado de cierto
nivel, ni pueden ofrecer, por tanto, una calidad de enseñanza adecuada, ni
resultan siquiera viables por número de alumnos.
Según el Atlas digital de la España universitaria1, el descenso
del alumnado universitario de estos últimos años, unido a la proliferación
de centros universitarios y de titulaciones (más de 2.200 actualmente), ha
reducido la media de alumnos (alrededor de 70, según la Conferencia de
Rectores) muy por debajo de la cifra que se considera como mínimo de
viabilidad (alrededor de 125 por titulación).
Si la media es ya de por sí baja, algunos casos concretos bordean el
ridículo: nueve alumnos de nuevo ingreso en la titulación de Filología
Gallega de la Universidad de La Coruña y diez en la de Vigo; en la
titulación de Humanidades, seis nuevos alumnos en la Universidad de Córdoba
y cuatro en la de Huelva; en la titulación de Filología Clásica, nueve
alumnos en la Universidad de Cádiz y once en la de Extremadura; o en
Matemáticas, nueve en la Universidad de Almería y diez en la de La Rioja2.
Educación básica y secundaria
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Con todo, no son los males de la universidad, con ser graves, y con serias
consecuencias para la economía y la sociedad españolas, nuestro problema
principal. El problema más grave se encuentra en los niveles anteriores, en
la enseñanza básica y secundaria. Se quejan los profesores universitarios, y
es de temer que con razón, del penoso nivel educativo de los estudiantes
salidos de secundaria que acceden a la universidad. Parece como si el
sistema educativo español se hubiera convertido en una mera fábrica de
títulos en la que el nivel de conocimientos de los titulados no tuviera
importancia.
Los males de la educación básica y secundaria han sido, y son, objeto de
bastantes estudios en los últimos tiempos. Recientemente algunos think tanks,
como el Círculo de Empresarios, se han pronunciado sobre el tema con
diagnósticos y propuestas de solución, en documentos de recomendable lectura3.
Los datos publicados sobre la calidad de la enseñanza obligatoria en España
son preocupantes. Según cifras oficiales, la tasa de abandono de estudios
(fracaso escolar) en la enseñanza obligatoria es en España (las cifras son
del año 2002) del 29%, la segunda más alta de la Unión Europea, y un 75%
superior a la media de ésta, que se sitúa en el 16,5%4. Según el informe
PISA de la OCDE del año 20035, la puntuación media de los estudiantes
españoles de quince años en matemáticas, comprensión lectora, ciencias de la
naturaleza y capacidad para resolver problemas era no sólo inferior a la
media de la OCDE, sino cercana además a la puntuación más baja. El cuadro
anexo indica las puntuaciones españolas en comparación con la media de la
OCDE (exceptuados Turquía y México) y las puntuaciones más altas y bajas
obtenidas por los demás países.
Estos son datos que debieran llevar a reflexión, y ciertamente lo hacen,
aunque al parecer las discrepancias respecto al diagnóstico y las soluciones
son notables. Haciendo trazo grueso, el análisis enfrenta a quienes
sostienen que el problema reside en un insuficiente gasto en educación (la
solución, por tanto, es gastar más) y quienes afirman que los males están en
el propio sistema educativo. Decía Woody Allen que «los problemas económicos
son muy fáciles de resolver: sólo se necesita dinero». Es broma. Sólo que
algunos en España –y no sólo en España– parecen compartir tan bobo análisis.
Como si el mero incremento de recursos públicos (y no digo que no sea
necesario) bastase para resolver el problema, sin tener en cuenta ni la
forma en que se gasta ni la eficiencia del gasto.
Segunda parte. Libro de Alicia Delibes.
Los libros objeto de esta recensión son dos lamentos apasionados sobre el
desastre educativo en España. No contienen datos ni estadísticas, sino tan
sólo argumentos. Sin duda piensan los autores que las cifras objetivas,
suficientemente difundidas (como las anteriormente citadas) son prueba más
que concluyente de que nuestro sistema educativo adolece de graves problemas
estructurales. |
«¿Cuándo se jodió el Perú?», se preguntaba Vargas Llosa en Conversaciones en
la catedral. ¿Y cuándo le sucedió eso mismo a nuestro sistema educativo?, se
pregunta a su vez Alicia Delibes. Que el franquismo fuera una dictadura
detestable es algo fuera de discusión entre demócratas. Pero del franquismo,
por fortuna, ya nos hemos librado. Quizá nos convendría empezar a librarnos
también del antifranquismo. Al menos de ese antifranquismo indiscriminado
que lleva a efectuar giros de 180 grados y a derruir y demonizar todo cuanto
en aquella época se hiciera, sin analizarlo siquiera, como si el mero hecho
de proceder de entonces lo convirtiera sin más en reprobable. Siguiendo tan
extremo análisis, quizá debiéramos volar todos los pantanos inaugurados por
el dictador, pues una política hidráulica desarrollada por tan deleznable
sujeto es, sin duda, mala, y debiera, por tanto, ser borrada del mapa.
Alicia Delibes repasa, en la primera etapa de su libro, la evolución de la
política educativa española a lo largo de los siglos XIX y XX, plasmada en
los planes del duque de Rivas, Echegaray, Ruiz Zorrilla y la Segunda
República, sin olvidar los planteamientos de educadores como Giner de los
Ríos y Núñez de Arenas. Para Delibes, la historia de la estrategia
educativa, en España y en Europa, es la historia de la confrontación de dos
formas de contemplar la educación representadas por Condorcet y Rousseau.
Para Condorcet, la instrucción universal y gratuita sostenida por el Estado,
al alcance de todos los ciudadanos, era la única forma de garantizar la
igualdad real de los individuos. Pero distinguía nítidamente la instrucción,
tarea del Estado, de la educación, competencia de los padres. Las ideas de
Rousseau, plasmadas en su Emilio, iban por otros derroteros: el objetivo
sería educar, no instruir. La educación es la clave del perfeccionamiento
social y moral y, por tanto, sería responsabilidad del Estado, más que de
los padres. Se trataría, en suma, de formar a los individuos para que fueran
buenos ciudadanos. El niño rousseauniano se desarrollaría al ritmo de su
naturaleza, sin someterlo a mandatos, prohibiciones ni castigos,
permitiéndole aprender con su propia experiencia, acompañado del tutor o
educador que fuera orientando ese proceso.
Para Delibes, en el siglo XX hemos asistido en buena medida al triunfo de
las ideas de Rousseau. Para los líderes políticos españoles, desde la
transición hasta nuestros días, el enemigo a batir ha sido el cliché de la
educación franquista: autoritaria, memorística, trufada –además– de
adoctrinamiento religioso. Sin duda los tenebrosos colegios de curas, el «la
letra con sangre entra», la lista de los reyes godos y los castigos
corporales son un tópico poderoso (amén de real) que ha motivado el giro
radical en que aún nos encontramos. Se supone, por ende, que tal educación,
aparte de autoritaria y memorística, era elitista, por cuanto no garantizaba
el acceso a la educación superior a los menos favorecidos, ni aseguraba la
igualdad de oportunidades a todos los ciudadanos.
Tengo dudas sobre esto último. Con sus enormes defectos y carencias (no seré
yo quién los niegue), la educación tradicional ha sido en nuestro país un
importante factor de promoción social. Sin duda insuficiente, y en
consecuencia todo esfuerzo por universalizar la educación y asegurar una
igualdad de oportunidades real y efectiva era y sigue siendo necesario. Pero
quizá ello no requería un giro tan radical, y quizá no todo lo procedente de
aquel sistema educativo fuera desechable.
En realidad, ya en las postrimerías del franquismo, la Ley General de
Educación (LGE) de 1970, o «Ley Villar Palasí» imprimió un giro hacia el
modelo igualitarista de la escuela unificada. La citada ley amplió la
escolarización obligatoria hasta los catorce años, suprimió los exámenes
oficiales en secundaria y extendió el ámbito de actuación de los profesores
de primaria hasta cubrir el período de escolarización ampliada de los doce a
los catorce años, con el consiguiente aumento del colectivo docente mediante
la figura de los profesores no numerarios.
Con ello se seguía lo que se entendía que era el camino del resto de Europa,
aunque ello no fuera ciertamente así. En realidad el modelo a copiar era el
de la comprehensive school inglesa, adoptado en los años cincuenta, pero
distinto del imperante en países como Alemania, Austria u Holanda.
En los años de la transición, y decididamente a partir de los gobiernos
socialistas, en los años ochenta, se adoptó la filosofía de la escuela
unificada, de la «comprensividad», cuya idea central era que la igualdad de
oportunidades sólo sería un hecho cuando todos los ciudadanos, con
independencia de su nivel económico, al terminar su etapa formativa tuvieran
un mismo bagaje cultural.
Tal idea parece, en principio, inobjetable: el acceso libre y gratuito a la
educación es, sin duda, requisito necesario para asegurar la igualdad de
oportunidades a todos los ciudadanos, evitando que las diferencias
económicas tengan como consecuencia un menor nivel educativo de los más
desfavorecidos. Planteadas así las cosas, difícilmente se podrían poner
reparos. Sólo que a tal planteamiento cabría objetarle que la educación,
además de ser general, debería tener como elemento añadido una calidad
adecuada. Lo contrarío sería hacer a todos iguales en la ignorancia.
Para Alicia Delibes, el fallo en el propósito anterior reside en la vana pretensión de que la escuela tiene como misión la de limar las diferencias intelectuales entre los individuos. Que todos los ciudadanos deban tener acceso a la mejor educación posible no parece cuestionable. Otra cosa es que no todos los alumnos tienen igual inteligencia ni disposición al estudio, y que pretender anular ese hecho natural puede conducir, con la mejor de las intenciones, a igualar a todos al nivel del más torpe.
Señala Delibes: «La idea de una escuela capaz de eliminar todas las desigualdades, una escuela en la que se reprima el natural sentimiento competitivo de los niños, una escuela en la que a todos se exija lo mismo sin hacer distingos por razones de capacidad o inteligencia, una escuela en la que se aprenda a ser solidario y tolerante y en la que todos los niños sean buenos y felices resulta tan demagógicamente atractiva que, hábilmente manipulada, deja a la sociedad sin posibilidad de reacción» (p. 81).