El fracaso de la educación moderna.
El fracaso de la educación moderna.
Texto:
http://www.elespectador.com/columna96610-el-fracaso-de-educacion
Por Juan Carlos Botero
No hay duda: el mundo invierte toneladas de recursos para convertir a sus
ciudadanos en excelentes profesionales.
Vamos a la escuela y luego a la universidad para salir con un diploma bajo el brazo que nos acredite como buenos abogados, ingenieros, médicos, científicos, economistas o arquitectos. Sin embargo, durante todo ese tiempo y aparte de alguna clase menor de comportamiento y civismo, no hay un solo curso, de calidad y hondura, que nos instruya en los aspectos esenciales de la vida. Por esa razón, llegamos a la edad adulta con los conocimientos básicos de nuestro oficio, pero en cambio no tenemos la menor idea de cómo ser buenos padres, buenos hijos, buenos amantes o buenos ciudadanos.
Es curioso. Culturas más antiguas a la nuestra eran sabias al respecto.
Cuando Sócrates detenía a las personas en Atenas, en el siglo V a.C., y las
invitaba a llevar a cabo el diálogo socrático, el preferido método del
filósofo para educar a la gente (el cual buscaba no tanto una respuesta
correcta sino, más bien, conducir a la persona, mediante preguntas claves, a
la iluminación con respecto a un asunto de vital importancia), sus diálogos
no giraban en torno a la profesión del individuo.
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Es decir, Sócrates no
preguntaba cómo aumentar el volumen del comercio, o qué se necesitaba para
ser un gran artesano, o qué remedio aliviaba los males del cuerpo, o cuáles
leyes hacían falta para mejorar la calidad de vida en la polis. Sus
preguntas se relacionaban con la filosofía y la ética. ¿Cuál es la mayor de
las virtudes? ¿En qué consiste la felicidad? ¿Cuál es la diferencia entre el
bien y el mal? ¿Qué hace que un hombre sea justo?
En otras palabras, para Sócrates (tal como lo recuerda Platón) la meta de la
pedagogía era preparar al individuo en los terrenos más valiosos de la vida.
Y es una lástima que esa función haya desaparecido en el mundo moderno. Por
ese motivo, nuestras facultades no nos instruyen en los temas centrales de
la existencia. Y si algo refleja el vacío y la orfandad que padecemos en
esas materias, y a la vez nuestro afán de adquirir ese conocimiento
fundamental y perentorio, es la proliferación de los libros de auto ayuda.
Ahora, conozco el contra argumento a esta tesis. La enseñanza de esa
sabiduría tan definitiva para nuestro desarrollo como individuos no reposa
en los centros educativos sino en dos instituciones milenarias: la Iglesia y
la familia.
Sin embargo, al examinar los resultados, salta a la vista el fracaso de esas
instituciones en el ejercicio de esa tarea. Y es lógico que así sea. Si los
cursos prematrimoniales, por ejemplo, los dictan sacerdotes que nunca han
construido una relación de pareja ni conocen los misterios de la sexualidad,
su instrucción carece de substancia, realidad y experiencia. Y si hace pocos
años estaba prohibido hablar sobre sexo en la familia común, uno de los
asuntos más preciosos de la condición humana, entonces nuestras lagunas en
esos temas parecen océanos sin fondo.
Es evidente que nuestra educación ha fracasado en su meta suprema. En vez de
formar a la gente para convertirla en buenos seres humanos (personas éticas
y morales, con el conocimiento necesario para ser buenos hijos, buenos
esposos, buenos padres, buenos amantes y, ante todo, buenos ciudadanos),
ésta nos ha educado, apenas, para ser buenos profesionales. Un solo aspecto
de los muchos que integran al individuo. Y basta leer los titulares de
cualquier periódico del mundo para comprobar el alcance de ese fracaso
educativo.