La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana.
La Tabla Rasa. La negación moderna de la naturaleza humana. Steve Pinker
Texto:
http://elrincon.redliberal.com/008581.html
Reseña de:
La Tabla Rasa. La negación moderna de la naturaleza humana.
Steven Pinker - Editorial Paidós, Barcelona, 2003
La mente humana no es una tábula rasa sobre la que los hechos externos
graban su propia historia. Al contrario, goza de medios propios para
aprehender la realidad. El hombre fraguó esas armas, es decir, plasmó la
estructura lógica de su propia mente a lo largo de un dilatado desarrollo
evolutivo que, partiendo de las amebas, llega hasta la presente condición
humana. Ahora bien, esos instrumentos mentales son lógicamente anteriores a
todo conocimiento. L. Von Mises, La acción humana (Unión Editorial, 6ª ed.)
p.43
En un número del pasado mes de abril el New York Times incluía a Steven
Pinker en un grupo de selectos profesores de las más prestigiosas
universidades americanas, fichajes estrella capaces de dinamizar, sino
levantar, la vida intelectual de estas venerables instituciones. Más aún,
entre sus méritos extra académicos destaca, por lo reciente, haber sido
incluido por la revista Time en el club de los 100 personajes más
influyentes de 2004, en un grupo de científicos y pensadores entre los que
destacaré a Bjong Lomborg, Bernard Lewis, Hernando de Soto y Linus Torvald.
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Pero Pinker, que actualmente imparte el curso sobre “La mente humana” en la
universidad de Harvard, es, ante todo, un psicólogo evolucionista. Como él
mismo señala en el prefacio “ningún libro que hable de la naturaleza humana
puede esperar salvarse de la polémica” (p.13). Desde luego el suyo no es la
excepción dado que pretende “desenmarañar cuantas confusiones morales y
políticas han ido enredando” la idea de que la naturaleza humana es
peligrosa.
El enfoque para alcanzar este objetivo se lo ofrece la psicología
evolucionista. “Una disciplina que propone una aproximación a la
psicología, en la que el conocimiento y los principios de la biología
evolutiva se emplean para investigar la estructura de la mente humana”.
Los enemigos a batir están a la izquierda y derecha del espectro político,
ya sea como investigadores (antropólogos, biólogos, neurólogos, sociólogos),
como intelectuales o como profesionales de la política. La teoría oficial
(capítulo 1) de la que todos ellos son deudos en gran medida es el Modelo
Estándar de las Ciencias Sociales (MECS), según denominación de J. Tooby y
L. Cosmides, ambos también responsables del término y la definición de PE
que citaba previamente. El MECS o constructivismo social (R. Mallon y S.
Stich) representa la ortodoxia que hunde sus raíces en el empirismo inglés
del siglo XVII y que con el tiempo ha visto como se actualizaban las
metáforas tecnológicas con las que describe la mente humana sin perder en
ningún momento su fatal dualismo metodológico. Fatales son las consecuencias
que su autoridad moral tiene en la vida de todos nosotros, según Pinker se
propone denunciar.
Este dualismo metodológico consiste en establecer una
división entre la biología y la cultura en la que la doctrina de la Tabla
Rasa tiene un protagonismo esencial. Una doctrina que niega la estructura
innata de la mente en favor de una visión en la que el entorno es capaz de
moldear indefinidamente sus facultades. Pero no es la única. La ortodoxia
políticamente correcta cuenta con otras dos doctrinas que junto al empirismo
de la tábula componen una “santísima trinidad”, tres mitos que Pinker se
propone desenmascarar. Se trata del dualismo cartesiano al que denomina el
Fantasma en la Máquina; es decir, la idea de que el cuerpo está habitado por
un espíritu depositario de nuestras facultades mentales y morales; y del
mito romántico del Buen Salvaje, término atribuido a Rousseau que señala la
bondad “natural” de los seres humanos frente a los vicios que la sociedad
les inocula.
Pinker dirige su libro a quienes se preguntan “de dónde surgió el tabú
contra la naturaleza humana” (p.17) y defiende una concepción de la
misma basada en la biología que “debe predecir que las facultades que
constituyen la naturaleza humana muestran una variación cuantitativa, aunque
su diseño fundamental sea universal” (p.87).
El origen de este tabú habría que buscarlo en las primeras décadas del siglo
XX, en el que “la toma de la vida intelectual por parte de la Tabla Rasa
siguió diferentes caminos en la psicología y en las demás ciencias sociales,
pero en todos el empuje estaba en los mismos acontecimientos históricos y en
la ideología progresista” (p.41).
El repaso a la historia de la psicología y de las ciencias sociales de la
primer mitad del siglo XX es apresurado pero suficiente. El conductismo de
Watson y luego Skinner, la doctrina del superorganismo de Kroeber y sus
respectivos herederos intelectuales apuntalaron el muro entre biología y
cultura que caló en la conciencia pública, popularizando una concepción de
la naturaleza humana poco consistente con la realidad.
A Pinker le interesa llegar a la siguiente mitad del siglo con la eclosión
de la ciencia cognitiva de los años 50-60 y los avances de la biología
evolutiva de los 60-70. Aquélla nos ayuda a comprender cómo es posible la
mente y de qué clase la tenemos; la biología evolutiva, que explica el
complejo diseño adaptativo de los seres vivos en términos de selección de
replicantes, nos ayuda a comprender por qué tenemos la mente que tenemos. La
psicología evolucionista es una conjunción de ambas (Pinker, 1997). Una
disciplina que completa el paradigma que ha permitido abordar el último muro
(capítulo 3) que separa las ciencias naturales de las sociales, la biología
de la cultura. Pinker describe los cuatro puentes (la ciencia cognitiva, la
neurociencia, la genética conductista y la propia psicología evolucionista)
que contribuyen al derribo de este muro y como, cada uno, socava los
fundamentos sobre los que descansan cada una de las doctrinas de la terna
mítica
La exposición de estas ideas complejas es amena y suficientemente prolija,
con abundantes referencias extracientíficas como son las citas de
Dostoiewsky o la inserción viñetas y hábiles metáforas como, por ejemplo, “el
hecho de documentar las formas en que varían los automóviles no va a
resolver directamente como funcionan los motores” que introduce para
aclarar que las diferencias innatas entre diversas personas no resuelven por
sí solas el enigma de una naturaleza humana innata universal que poco a poco
desvela la genética conductista (p.87).
Los puentes quedan tendidos y las ciencias humanas responden con nuevos
enfoques que permite afirmar que la cultura “se puede entender como una
parte del fenotipo humano [...] lo que llamamos cultura surge cuando las
personas hacen un fondo común y acumulan sus descubrimientos, y cuando
instituyen convenciones para coordinar su trabajo y arbitrar sus conflictos”
(p.102). Y es que “las diferentes culturas no proceden de diferentes
tipos de genes [...] no viven en un mundo separado ni tampoco imprimen una
forma en unas mentes informes”. No bastará este párrafo a los que siguen
acusándole de reduccionista o ultradarwinista, ni que explícitamente declare
la importancia de los factores ambientales en la configuración de diferentes
culturas en diferentes grados de desarrollo y lo haga apoyándose en los
trabajos independientes de un economista y de un fisiólogo. T. Sowell y J.
Diamond “defienden con autoridad que el destino de las sociedades humanas no
tiene su origen ni en el azar ni en la raza, sino en el impulso humano a
adoptar las innovaciones de otros, combinado con las vicisitudes de la
geografía y la ecología” (p.113) y lo hacen evitando el MECS que afronta la
paradoja definitiva al no “alcanzar la propia meta que le dio origen:
explicar la distinta suerte de las sociedades humanas sin invocar la raza”
(p.115) porque la mejor explicación considera la cultura como un producto de
los deseos humanos y no como algo que los configure.
Pinker no pretende sustituir un campo de conocimiento por otro, sino
conectarlos o unificarlos. Es el “reduccionismo bueno” o jerárquico (p.116),
así, “historia y cultura se pueden asentar en la psicología y ésta, en la
computación, la neurociencia, la genética y la evolución” (p.115).
No obstante la tabla rasa puede haber encontrado su último bastión en las
ciencias naturales. No sólo en los rescoldos de las guerras evolucionistas
que Pinker reedita en su capítulo sobre los “científicos políticos” sino en
formas aún más sutiles que implican a tres investigaciones punteras: el
proyecto genoma, el conexionismo y la plasticidad neuronal. La última
batalla de la tabla se libra entorno a los números de genes responsables de
nuestra herencia; la actualización de la metáfora empirista de los
conexionistas (que ya adelantara en el capítulo 2); y los descubrimientos de
la maleabilidad de la corteza cerebral. Pinker dedica excelentes páginas a
rebatir a estos nuevos y más sofisticados enemigos de la naturaleza humana,
porque aunque tanto conexionistas como los estudiosos de la plasticidad “no
creen en una tabla completamente rasa [...] quieren limitar la organización
innata a unos simples sesgos de la atención y la memoria” (p.123). No la
defienden sino que son producto de ella. Sin embargo, Pinker concluye, son
fortificaciones ilusorias ya que las tres, en realidad, “encajan en la
imagen que ha surgido en las últimas décadas de una naturaleza humana
compleja” (p.160).
Pero las ciencias de la naturaleza humana necesitan vencer los temores que
suscitan sus descubrimientos. Miedos y recelos que han llevado a científicos
radicales a sostener inopinadas alianzas de pareceres con grupos
creacionistas de derechas (p.205). La progresía académica recibe las
críticas de Pinker por sus malos modos, evidenciados en varios episodios de
las inacabadas “guerras evolucionistas” que comenzaron en la década de los
70 cuando Gould y Lewontin arremetieron contra E.O. Wilson y su
sociobiología. Pinker nos recuerda que en los años setenta, muchos
intelectuales pensaban que “el marxismo era lo correcto, el liberalismo
cosa de peleles” (p.169) y cita, por ejemplo, a los marxistas Rose y
Lewontin para quienes sus creencias científicas son inseparables de sus
creencias políticas. (pp.196-199). Para Pinker es evidente que estos
científicos, pese a negar la tabla rasa, intentan salvaguardarla junto con
el buen salvaje y el fantasma en la máquina “como fuente de significado y
moral” (p.189). También lanza sus críticas contra extrema derecha a la
que acusa de ser responsable, en buena medida, de la corrupción de la
educación científica en Estados Unidos, al negar el estudio de la evolución.
Pinker dedica cuatro excelentes capítulos a exponer sendos temores: el miedo
a la desigualdad, a la imperfección, al determinismo y al nihilismo. Busca
sistemáticamente, en cada caso, qué afirmaciones sobre la naturaleza humana
levantan las suspicacias de científicos, políticos e intelectuales y qué
peligros son los que éstos denuncian. Pinker evidencia su falta de lógica y
muestra que, contrariamente a lo que sostienen sus enemigos, lo peligroso es
negar la naturaleza humana (p.213).
Así, por ejemplo, en el capítulo dedicado al miedo a la desigualdad, señala
que “la existencia de unas dotes innatas no exige el darwinismo social”,
señalar lo contrario es consecuencia de dos falacias: la mentalidad del todo
o nada y la falacia naturalista de Spencer (p.228). A los que han utilizado
el genocidio nazi, los científicos radicales, como ejemplo de a dónde lleva
una concepción biológica y evolucionista de la naturaleza humana, Pinker les
recuerda que los regímenes marxistas son, a su vez, un terrible ejemplo de a
qué conduce los sistemas políticos que la niegan o la confunden (p.239),
porque si bien Marx no creía explícitamente en un tabla rasa, es claro que
sus seguidores sí. No duda que Hitler, estuvo influido por las versiones más
envilecidas del darwinismo y la genética (p.233), pero señala que tanto
nazismo como marxismo “compartían el deseo de reconfigurar la humanidad”
y que “los asesinatos en masa propiciados por el gobierno pueden surgir
con la misma facilidad de un sistema que no cree en el innatismo como de
otro innatista” lo que “tumba la idea de posguerra de que los
planteamientos biológicos de la conducta son especialmente siniestros”
(p.237).
Como señala en el capítulo dedicado a la imperfección, se “deben
identificar los recursos morales y cognitivos que hacen que determinados
tipos de cambios sean posibles.” (p.260). En resumen, tras estos miedos
hay ideas malas “porque hacen que nuestros valores sean rehenes de la
fortuna, por lo que algún día los descubrimientos basado en hechos los
podrían volver obsoletos” (p.289).
Y es que estos descubrimientos destapan como buena parte de nuestras ideas
sobre la naturaleza humana pueden basarse en “sentimientos viscerales,
teorías populares o versiones arcaicas de la biología” (p.291). Pinker
dedica un capítulo a descubrir como nuestra mente, nuestro cerebro, equipado
por la adaptación evolutiva para sobrevivir en un mundo prehistórico, se
enfrenta a las paradojas de la ciencia y la vida moderna al no haber sido
dotado con herramientas para comprenderlas intuitivamente. Son “nuestras
limitaciones” (capítulo 13). Así, “la educación es una tecnología que
intenta compensar aquello para lo que la mente humana es por sí poco
apropiada” (p.328) o dicho de otra manera “el remedio evidente a las
trágicas carencias de la intuición humana en un mundo de alta tecnología es
la educación” (p.347).
Todos estamos dotados genéticamente con unas facultades cognitivas basada en
intuiciones primordiales para abordar el entorno y nuestras relaciones, se
trata de una psicología, física, biología, ingeniería o economía intuitivas
(pp.324-325) que nos han permitido sobrevivir pero que en ocasiones suponen
un lastre. Por ejemplo, los alumnos no pueden aprender la física de Newton
hasta que se desprenden de su física intuitiva basada en el ímpetu (p.328).
O, ya en temas más polémicos, la “falacia física” que subyace en “la idea
de que un objeto posee un valor auténtico y constante en oposición a que
tienen sólo el valor que alguien esté dispuesto a pagar en un determinado
lugar y en un momento dado” (p.345). Una diferencia que se asentaría en
los patrones para el intercambio descubiertos por el antropólogo A. Fiske:
Ajuste a la Igualdad y Precio de Mercado, cado uno relacionado con una
psicología diferente: “intuitiva y universal” la de aquél, “encarecida y
aprendida” la de éste. (p.344-345).
Pero más llamativas parecerán las ideas que Pinker expone en un capítulo
difícil y fascinante en el que, siguiendo al biólogo R. Trivers, también
veterano de las guerras evolucionistas, pretende caracterizar las “múltiples
raíces de nuestro sufrimiento” (capítulo 14). El altruismo recíproco de
Trivers ofrece una teoría “elegante” de la psicología social demostrando que
en un “principio aparentemente simple”, como es seguir a los genes, “puede
explicar la lógica de todos los principales tipos de relaciones humanas”
(p.355). Pinker es consciente de que mezclar genética y conducta hace
preciso aclarar dos puntos cuanto antes: en primer lugar no somos “ejectures
mecánicos de los dictados del ADN (p..358)” preocupados por los intereses de
nuestros genes (lo que supone confundir causalidad proxima con causalidad
última). Y en segundo lugar, hablar de costes y beneficios es una forma
“metafórica de describir la selección de genes alternativos a lo largo de
miles de años” y no una descripción literal de lo que sucede en el cerebro
humano (pp.358-359).
No hay razón para temer el nihilismo moral al que, según críticos de
izquierda y derecha, nos aboca una interpretación biológica de la mente. El
hombre es, nos dice Pinker, un animal moralista (capítulo 15), al que “el
proceso amoral y sin dios de la selección natural” equipó con un
refinado y, tal vez, excesivo sentido moral. (p.395). Y es que tal “sentido
moral es un dispositivo”, “cargado de singularidades [y que] es proclive
al error sistemático –a las ilusiones morales, por así decir-, igual que
nuestras otras facultades” (p.396). Así, por ejemplo, es fácil comprobar que
las personas confunden moral con pureza, lo que puede derivar en racismo y
sexismo. O que las ideas de lo sagrado y lo tabú, propias de pensamiento
primitivo, subsisten en nuestras mentes modernas. Tal sería el caso de la
doctrina sagrada de la Tabla Rasa y del tabú de la naturaleza humana: Otro
cachete a la ciencia radical que ha pretendido “moralizar” el estudio
científico de la mente (p.409). Como cabría esperar, Pinker concluye que “en
la moralización humana queda aún mucho de lo que hay que recelar”
(p.410). Es una lástima que él mismo no dedique más espacio a este tema.
Finalmente, por si más de 400 páginas de argumentación, sorpresa y polémica
no fueran suficientes, Pinker nos ofrece un postre caliente. Así califica a
los cinco temas con los que cierra el libro “debates [que] están tan
entretejidos con la identidad moral de las personas que uno podría perder la
esperanza de que alguna vez se puedan resolver mediante la razón y las
pruebas” (p.411): la política, la violencia, el genero, los hijos y las
artes. Como el mismo reconoce renuncia a otros tantos, por ejemplo al de la
enfermedad mental que, a mi juicio, hubiera sido un candidato mejor que la
violencia, puestos a descartar a uno. Pero, definitivamente y, también por
cuestiones de espacio, me quedo con el de la política. No por considerar al
resto menos relevantes sino porque, por su foco, la política, me parece que
podría resumirlos a todos. Está articulado entorno al “conflicto de
visiones” del economista T. Sowell. La Visión Utópica que defiende que “las
limitaciones psicológicas son artefactos que proceden de nuestras
disposiciones sociales” y, enfrente, la Visión Trágica que considera que
“nuestros sentimientos morales, por caritativos que sean, recubren un
lecho más profundo de egoísmo” (p.419). Por si no había quedado claro, “mi
opinión es que las nuevas ciencias de la naturaleza humana realmente
justifican cierta versión de la Visión Trágica y socavan la idea utópica que
hasta hace poco dominaba en amplios sectores de la vida intelectual” y
ofrece una lista con los descubrimientos que lo avalan (p.427-428).
Más adelante cree necesario matizar que la naturaleza humana no puede
asociarse a la derecha política. En realidad en varias ocasiones él mismo ha
señalado como los descubrimientos de las ciencias de la naturaleza humana
irritan tanto a la extrema derecha como a conservadores moderados, en temas
como la clonación o la propia evolución. Tal es caso de Irvin Kristol y su
simpatía por la teoría del Diseño Inteligente de M. Behe (p.203).
En cierto sentido este no es un libro original. Los argumentos y muchas de
las polémicas que sostienen ya pueden encontrarse en su anterior éxito de
ventas “Como funciona la mente” (Ed. Destino, Barcelona, 2001). Lo
que hace novedoso a “La tabla rasa” es que los organiza magistralmente
entorno a un objetivo muy claro: demostrar que las malas teorías o las malas
ideas sobre la naturaleza del hombre o su negación, no pueden suponer sino
desgracias si se emplean como fundamento de nuestra convivencia y que, por
el contrario, un paradigma que observe las limitaciones y las
extraordinarias posibilidades de un sistema combinatorio como es el cerebro
humano, ofrecerá argumentos necesarios para, al menos, descartar soluciones
incompatibles con nuestra especie. Como dijo E.O. Wilson sobre el marxismo:
“Excelente teoría, especie equivocada”.
Pinker es un comunicador excepcional, no cabe duda. Sus clases y sus libros
están salpicados de recursos sorprendentes (canciones, comics, literatura).
En esta ocasión es la política el recurso que maneja para llegar a un
público ajeno a las sesudas polémicas que se siguen en universidades y
laboratorios. Polémicas que en su exposición científica pueden parecer
insignificantes, lejanas a nuestras vidas (¿acaso importa que la evolución
sea pluralista o que nuestro genoma parezca demasiado pequeño o que los
yanomano sean más violentos que la mafia?), pero que, convertidas en leyes o
influyendo en ellas, pueden causarnos mucho sufrimiento. En un tema ajeno a
este, ¿qué es sino el protocolo de Kyoto?: mala ciencia o ciencia
insuficiente hecha política nefasta.
Como conclusión, creo que Pinker ha escrito un libro muy importante y aunque
no lo ha hecho para defender una opción política concreta, eso asegura, creo
que es un libro importante para el liberalismo del siglo XXI. Decía Von
Mises, en las primeras páginas de “La acción humana” que la praxeología debe
mucho al psicoanálisis. Me voy a permitir una ucronía y la osadía de
imaginar que, de leer “La tabla rasa”, el sabio austriaco se hubiera hecho
evolucionista sin necesidad de alterar sustancialmente sus presupuestos
epistemológicos
Su publicación en el mundo anglosajón generó una polémica que sigue viva
(como lo demuestra la anécdota de la revista Time). En nuestro país no
parece haber despertado el mismo interés. Tal vez el precio de la correcta
edición de Paidós sea una barrera a su difusión pero, en cualquier caso, es
excusa insuficiente para justificar el escaso eco que ha tenido entre la
crítica. Tal vez a nuestras elites culturales les haya escocido el capítulo
que dedica a las artes y todavía estén pensando de qué manera obviar la
publicación de un libro imprescindible.
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La Tabla Rasa. La negación moderna de la naturaleza humana.
Steven Pinker - Editorial Paidós, Barcelona, 2003. 704 páginas
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