Aplazamiento de la recompensa. Jesús Guillén
Aplazamiento de la recompensa. Jesús Guillén.
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Introducción
En la década de los sesenta, en experimentos que se realizaron durante 30
años, Walter Mischel, de la Universidad de Columbia, demostró la correlación
entre la capacidad para controlar los impulsos básicos en la infancia y las
características en la vida adulta. Estos estudios ponen de manifiesto la
importancia del aprendizaje emocional, en edades tempranas, en el contexto
educativo.
Descripción del experimento
La investigación de W. Mischel fue llevada a cabo con preescolares de 4 años
de edad. Se les dejaba solos en un aula con una golosina en la mesa y se les
ofrecía otra, como recompensa, si eran capaces de esperar 20 minutos el
regreso del experimentador, sin tocar la golosina.1
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Para un niño de 4 años constituye un reto importante. La confrontación entre
deseo y autocontrol o entre gratificación y demora es extraordinaria. El
control de la impulsividad y la capacidad de gestionar las emociones, y su
relación con la voluntad, conlleva importantes aplicaciones educativas. ¿Se
imaginan que la respuesta del niño pueda reflejar el carácter o trayectoria
que pueda seguir años después en la vida? Pues en eso consistía el estudio.
La investigación, que se llevó a cabo con hijos de trabajadores del campus
de la Universidad de Stanford, prosiguió hasta la graduación en la escuela
secundaria, e incluso más allá.
Los niños que fueron capaces de esperar utilizaron diferentes métodos, como
taparse los ojos para resistir la tentación, cantar, jugar o hablar consigo
mismo. Los más impulsivos eran incapaces de resistir la tentación y cogieron
la golosina a los pocos segundos de la marcha del experimentador. Al cabo de
unos años (entre doce y catorce) se evaluó, a través de unos test escritos,
competencias y habilidades generales que presentaban los ahora adolescentes.
Las diferencias emocionales y sociales que presentaban los adolescentes que
a los 4 años fueron incapaces de reprimir sus impulsos, eran extraordinarias
respecto a los que aplazaron la recompensa de la segunda golosina. Los que a
los 4 años de edad fueron capaces de resistir la tentación eran socialmente
más competentes, afrontaban mejor las frustraciones de la vida, eran más
responsables y seguían siendo capaces de demorar las gratificaciones al
perseguir sus objetivos. Sin embargo, una gran parte de los preescolares que
mostraron de niños un comportamiento más impulsivo presentaban una baja
autoestima, eran más indecisos, soportaban peor el estrés y eran más
proclives a discutir y pelearse. Pasados todos estos años, seguían siendo
incapaces de aplazar la recompensa.
Pero lo más sorprendente es que, cuando se evaluó a los niños al terminar el
instituto, los resultados académicos de los que no supieron dominar sus
impulsos a los cuatro años de edad eran peores. La evaluación, que fue
realizada por los propios padres, demostraba que los niños que fueron más
pacientes al llegar a la adolescencia mostraban una mayor predisposición al
aprendizaje, razonaban y se concentraban mejor y eran capaces de llevar a
cabo los objetivos planteados con mayor decisión. Además, obtuvieron mejores
puntuaciones en los SAT (Test de Aptitud Académica, examen
preuniversitario). Las pruebas de aplazamiento de la recompensa de los niños
a los 4 años predecían mejor que el cociente intelectual (CI) los resultados
en el SAT.
Análisis y conclusiones
Los resultados analizados demuestran que existe una correlación directa
entre la falta de voluntad, a edades tempranas, y una vida con connotaciones
negativas alcanzada la mayoría de edad. Sin embargo, no podemos hablar de
una causalidad. Según el propio Walter Mischel, “hay pocas cosas en un niño
pequeño que nos digan cómo será después su vida. Así que el hecho de que la
habilidad analizada sea fácilmente apreciable en una edad muy temprana y de
que tenga correlaciones a largo plazo hace que plantee un reto interesante
en cuanto a su evolución y funcionamiento”.2.
El dominio de los impulsos y la capacidad de interpretar las situaciones
sociales, que se pueden considerar habilidades emocionales, se pueden
aprender. Esto enlaza directamente con dos procesos muy importantes en el
ámbito educativo: la motivación y la voluntad. De esta última sabemos hoy
que no es innata. Como explica José Antonio Marina en su libro El misterio
de la voluntad perdida, hemos de impedir que el niño pase del deseo a la
acción. La impulsividad se puede educar enseñando al niño a darse
instrucciones a sí mismo y a obedecerlas3.
Y es que el autocontrol emocional puede utilizarse para mejorar la
motivación y ejecutar mejor los objetivos planeados, como podría ser el de
realizar un trabajo o un examen, en el caso del alumno.
En determinadas ocasiones somos incapaces de explicar racionalmente porqué
tomamos las decisiones4. La comprensión de un problema o el
análisis de un texto culmina gracias a la perseverancia. En un instante
determinado, todo aquello que parecía inconexo acaba teniendo sentido. Lo
que Walter Mischel describe como “el aplazamiento de la gratificación
autoimpuesta dirigida a metas”5, es decir, la capacidad de
reprimir los impulsos al servicio de un objetivo (como responder las
preguntas de un examen o acabar los estudios), seguramente compone la
esencia de la autorregulación emocional.
El aplazamiento de la recompensa constituye un recurso educativo que
determina un modo de motivación. Para inculcar estos hábitos tenemos que
utilizar procedimientos similares a otros automatismos, como pueden ser los
lingüísticos. Esto establece una auténtica educación del inconsciente. El
proceso de construcción de la voluntad ha de ser progresivo. El niño
comienza obedeciendo las órdenes del entorno familiar (como el bebé las
órdenes de la madre), y luego, con el paso del tiempo, las propias. Lo
importante es que estas órdenes sean prácticas y pueda obedecerlas.
Desde nuestra experiencia docente estamos acostumbrados a percibir la
dejadez y la inconstancia en algunos de nuestros alumnos. La nueva
Psicología Positiva, impulsada por Martin Seligman, establece seis virtudes,
comunes en todas las culturas, cada una de las cuales despliega una serie de
fortalezas. Aunque todas tienen implicaciones educativas, es especialmente
interesante analizar la virtud del valor. Según Seligman, las fortalezas que
componen esta categoría, reflejan el ejercicio consciente de la voluntad
hacia objetivos encomiables que no se sabe con certeza si serán alcanzados6
La perseverancia o el valor constituyen fortalezas de esta categoría. El
alumno valeroso actúa y el perseverante comienza lo que acaba. Los docentes
tenemos que ser capaces de transmitir a los alumnos que los errores forman
parte del proceso de aprendizaje y que han de ser asumidos con naturalidad.
El período de la infancia hasta los ocho años aproximadamente resulta
decisivo en la formación del carácter y de la conducta que desarrollará el
adulto7. Las investigaciones llevadas a cabo por Walter Mischel
demuestran que los niños empiezan a ser capaces de preveer el futuro con
cuatro años, no antes. La aparición a esta edad de la conciencia les permite
entender que, esperando veinte minutos, tendrán la recompensa de las dos
golosinas.
Otros experimentos llevados a cabo muestran cómo mejorar el autocontrol de
la habilidad analizada. Si se induce al niño, con antelación, con propuestas
del tipo “piensa en la golosina como si fuera un trozo de papel”, un niño
muy impulsivo, que en condiciones normales sería incapaz de inhibir el
impulso, es capaz de esperar al ser inducido a mentalizarse.
Las implicaciones pedagógicas sobre el aprendizaje de la voluntad son
enormes. Los profesores sabemos que la interacción en el aula con el alumno
ha de suponerle una experiencia interesante y motivadora. Pero, en
determinadas situaciones, para alcanzar los objetivos planteados no se
encuentra la motivación y hay que recurrir a la voluntad. En este caso, las
creencias que el alumno tiene sobre sus propias habilidades tendrán un gran
efecto. Aquí es donde jugarán un papel decisivo el optimismo y la esperanza,
los cuales permiten crecernos ante las dificultades afrontadas.
Evidentemente, el temperamento de cada niño permitirá la adquisición con
mayor facilidad de unos hábitos que otros, pero la influencia de la
educación (y por supuesto de otras condiciones externas) puede modificar
algunas de las respuestas innatas8. La educación del carácter del
alumno, entendido como el conjunto de hábitos -y no sólo los intelectuales-
bien asentados en nuestra memoria que influyen en la conducta, ha de
permitir la adquisición de referencias válidas que sirvan para mejorar el
comportamiento.
Por todo ello resulta necesario un cambio de modelo educativo, por el que
firmemente abogamos, que ha de conllevar unos criterios y planteamientos
revolucionarios en la profesión docente. La enseñanza de la gestión
emocional, asumiendo con naturalidad la presencia de emociones positivas y
negativas, aunque intentando beneficiar las primeras en detrimento de las
segundas, ha de preceder a la enseñanza de contenidos académicos y la
formación de especialistas. Es una cuestión de voluntad. Y sabemos que se
aprende con el paso del tiempo.
Jesús C. Guillén -
Octubre 2011
NOTAS:
1Yuichi Soda, Walter Mischel y Philip K. Peake : « Predicting
Adolescent Cognitive and Self-Regulatory Competencies From Preschool Delay
of Gratification », Developmental Psychology, 26, 6 (1990), págs 978-986.
2Entrevista de Eduardo Punset a Walter Mischel, en Redes 35: Ser
feliz es cuestión de voluntad.
3Marina, José Antonio Marina, El misterio de la voluntad perdida,
Anagrama, 1998
4Según el neurobiólogo Pierre Magistretti, queremos creer que
somos dueños de nuestras decisiones y destino porque pensamos que todo se
fundamenta en evaluaciones racionales. Pero nuestras decisiones se toman
también teniendo en cuenta procesos inconscientes. Es esta realidad
inconsciente la que permite que no exista un determinismo guiado por las
experiencias y que todo sea previsible y racional. Magistretti, Pierre; De
Ansermet, François, A cada cual su cerebro. Plasticidad neuronal e
inconsciente, Katz, 2006.
5Goleman, Daniel, Inteligencia emocional, Kairós, 1996.
6Seligman, Martin, La auténtica felicidad, Zeta, 2011.
7Aunque la primera infancia no lo explica todo porque el
desarrollo del cerebro continúa durante toda la vida, sabemos que en los
primeros años el cerebro establece conexiones a la mayor velocidad de
crecimiento que jamás alcanzará. Durante los primeros cuatro años se
desarrollan sistemas importantes que utilizamos para gestionar nuestra vida
emocional. Este desarrollo cerebral, tras el nacimiento, depende de las
experiencias que vive el bebé con las personas de las que depende.
8Eduardo Punset lo explica muy bien: “la genética no nos basta
para explicar el comportamiento humano. Los genes están ahí, pero no
propician actuaciones; definen las potencialidades. El comportamiento real
depende de las condiciones externas, ambientales y sociales. Pero, sobre
todo, también nuestra mente puede influir en nuestro cuerpo”. Punset,
Eduardo, Excusas para no pensar, Destino 2011.
PARA SABER MÁS:
Goleman, Daniel; Lantieri, Linda, Inteligencia emocional infantil y juvenil,
Aguilar, 2009.
Marina, José Antonio, La educación del talento, Ariel, 2010.
Punset, Eduardo, El viaje al poder de la mente, Destino, 2010.
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